domingo, setiembre 11, 2005

Comentarios a la ponencia de Howard Gardner sobre inteligencias múltiples y educación

Congreso Internacional de Educación Inicial
Lima, Perú / Febrero de 2004

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El primer comentario que quiero hacer a partir de la exposición del Dr. Gardner tiene que ver con la enorme barrera a las innovaciones que buscan reorientar nuestra mirada sobre los sujetos y sobre la desafiante diversidad del aula, que representa la arraigada vocación por la uniformidad que hemos heredado los educadores de las ideas que dieron origen a los sistemas educativos en la edad media europea, las mismas que estuvieron asociadas a la masividad, tanto como a la búsqueda de una sola identidad para todas las clases sociales. Algunos datos de contexto. Grosso modo, la educación inicial en el Perú atiende un millón de niños menores de seis años, cerca del 30% de la población infantil. La nueva ley general de educación incluye la educación inicial dentro de la educación básica, lo que significa que el Estado asume la obligación de garantizarla a todos los niños, es decir, de universalizarla gradualmente. Aunque la pelea contra la burocracia estatal para que cumpla le ley va ser fuerte, sobre todo porque ya se acostumbró a no invertir y a que los servicios para pobres sean sostenidos por las comunidades, todo parece indicar que el destino de la educación infantil es expandirse. Por lo tanto, el sistema educativo nacional y los sistemas regionales, tendrán la responsabilidad de gerenciar servicios cada vez más numerosos y de atender una población infantil cada vez más grande.

En este horizonte de crecimiento y masividad, el problema de la homogenización y la uniformidad en la atención de los niños, que hoy se observa con nitidez, puede acentuarse más todavía. Es decir, reforzarse la idea por ejemplo de que todos los alumnos que reciben educación preescolar deben realizar las mismas actividades para llegar a los mismos aprendizajes o que aquellos que reciben educación temprana deben recibir los mismos estímulos para alcanzar estándares comunes de desarrollo, los mismos que corresponden a todo su grupo de edad. En el fondo, la imagen de una «máquina procesadora de materia prima uniforme» que a través de una misma secuencia obtiene productos estandarizados, consustancial al diseño de los primeros sistemas educativos nacionales en el siglo XVIII, se ha vuelto sentido común para los educadores, quienes no imaginamos otra manera de promover aprendizajes que no sean bajo un procedimiento general para el mismo grupo de veinte, veinticinco o treinta niños. El propio sistema comparte y alimenta esta suposición al proponer un currículo que en principio debe ser logrado por todos con el mismo nivel de satisfacción y al cabo de los mismos plazos.

Me gustaría que este auditorio compartiera conmigo la preocupación por la enorme dimensión del obstáculo a un encuentro feliz entre la educación inicial peruana con hallazgos de la investigación científica tan trascendentes como el de las inteligencias múltiples, que representa esta tendencia a la uniformización de los procesos pedagógicos y la creencia de que el desarrollo homogéneo de un currículo universal basta para que la educación sea efectiva. Las mismas rondas, los mismos juegos, los mismos trazos, la misma secuencia de acciones para que todos los miembros de un grupo lleguen a los mismos aprendizajes al mismo tiempo. No obstante, uno de los caminos positivos que la teoría de las IM –según refiere el Dr. Gardner- ha abierto en la educación formal es el de la personalización («Si de estas discusiones y experimentos surge un educación más personalizada, siento que el corazón de la teoría de la IM ha tomado cuerpo»). Y en efecto, es ahí donde radica el desafío mayor del cambio, es allí donde se juega la posibilidad de un salto hacia delante para la educación inicial.

Gerard Fourez, cuando nos habla acerca de cómo se construye el conocimiento científico, sostiene que una disciplina durante su período paradigmático, se mantiene «viva» en la medida en que conserva el contacto con problemas exteriores a ella, tanto como su capacidad de explicarlos satisfactoriamente. Pero este contacto fluido con desafíos reales puede perderse. Cuando esto ocurre, se presentan dos posibilidades: o bien la disciplina se hace cada vez más inadecuada y enfrenta problemas que se reiteran obstinadamente sin poder explicarlos ni resolverlos de manera efectiva; o bien se mantiene relativamente en condiciones de contestar las nuevas preguntas que se le plantean y entra en un ciclo post paradigmático. Es en el primer caso cuando la disciplina enfrenta el reto de una renovación, en realidad de una revolución, que implica el rechazo a su paradigma anterior y a todas sus viejas certezas, como ocurrió en la física a principios del siglo XX. Miren ustedes como la teoría de la relatividad hizo sucumbir el sueño del observador absoluto y neutral, independiente de cualquier referencia. Cómo la mecánica cuántica, con las desigualdades de Heisenberg, desmoronó el sueño de una medida absolutamente perfecta. Cómo el teorema de Gödel condujo a los matemáticos a abandonar la idea de poder determinar con certeza que un sistema algo complejo no es contradictorio.

Tal es el caso de la pedagogía que hoy se dibuja en la práctica cotidiana de buena parte de los educadores infantiles, una pedagogía que sucumbió al paradigma empirista del conocimiento y renunció a la centralidad del niño, lo que quiere decir que renunció a la centralidad del sujeto que aprende, para dar paso a la centralidad del currículo y de las didácticas, es decir del objeto de conocimiento y de los métodos de enseñanza. Los hallazgos de Howard Gardner obligan a re-situar la mirada en el sujeto que aprende, en cómo aprende y con qué recursos personales aprende mejor, y son convergentes con otras búsquedas en el campo del desarrollo infantil, que a lo largo del siglo XX han puesto en evidencia la insospechada riqueza del potencial humano y su impensado despliegue desde las edades más tempranas, desafiando la banalidad con que la sociedad y los propios educadores nos hemos acostumbrado a mirar a la infancia. Pero al mismo tiempo, estos hallazgos plantean exigencias mucho mayores a la pedagogía, empujándola a una auténtica revolución conceptual.

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La segunda cuestión que quisiera plantear, para despejar toda confusión al respecto, sobre todo en quienes no hayan tenido la oportunidad de leer «Estructuras de la mente», el libro que incendió la pradera de la neuropsicología moderna, es que el Dr. Gardner no ha escrito un ensayo novedoso, lo que él ha efectuado es una investigación. Esto significa que las inteligencias múltiples no representan la ocurrencia curiosa o las ideas especulativas de una persona con mucha imaginación, sino un dato de la realidad verificado por un conjunto de procedimiento empíricos en el marco de una investigación científica.

Subrayar esto es importante para nosotros que trabajamos en instituciones educativas, las que a decir de los sociólogos representan unas de las más conservadoras de la sociedad occidental y por lo tanto muy resistentes a incorporar lo nuevo, más inclinadas a descalificar como moda todo planteamiento que amenaza el orden establecido, así como nuestras antiguas y entrañables maneras de hacer las cosas. Es que si bien las implicancias educativas de la teoría que el Dr. Gardner ha construido a partir de sus hallazgos sobre la inteligencia humana, presentan por fortuna un margen muy ancho para la discusión, la experimentación y la búsqueda; lo que resulta menos discutible es la evidencia encontrada respecto al potencial extremadamente rico y variado con el que las personas venimos al mundo; y, por lo tanto, respecto a la naturaleza plural, multifacética de la inteligencia humana.

Ocurre que un descubrimiento como este no deja las cosas igual en el quehacer de los educadores infantiles, quienes hasta ahora nos hemos habituado a organizar nuestro trabajo en base a la creencia de que la inteligencia es una sola, que es de naturaleza lógica y que en edades tempranas lo que nos corresponde fundamentalmente es desarrollar la función simbólica del niño y algunas nociones básicas sobre el mundo físico, preparando el camino a su evolución racional. Ahora que disponemos de pruebas sobre la existencia de un equipaje biogenético más diversificado del que habíamos supuesto, nuestra visión de la mente infantil y de sus posibilidades necesita ensancharse, así como replantearse nuestro rol, pues ningún potencial humano emerge, florece, madura y puede usarse productivamente si no encuentre en el curso de su desarrollo los estímulos y las oportunidades adecuadas.

Más aún, tomar nota no sólo de una teoría –la que en buena medida sólo busca dar cuenta de hechos comprobados- sino de la existencia de las inteligencias múltiples como un dato científicos acerca del desarrollo infantil, es reconocer, en palabras del Dr. Gardner, que los niños son más listos en distintos campos de la actividad humana de lo que habíamos creído, pero también que los caminos para acceder a los aprendizajes que la vida les demanda son muy variados y pueden resultar mucho más efectivos si son aquellos donde se concentran sus mayores fortalezas personales. A partir de estas nuevas certezas y de otras que confluyen con ellas para revelarnos la rica complejidad de la subjetividad y el potencial humanos, puede y debe generarse una auténtica revolución en la pedagogía infantil. Pero no adjudiquemos esa responsabilidad al Dr. Gardner. Esa, es tarea nuestra.

La noción de niño en que acostumbramos basar la educación infantil

Hablar de niños pequeños en los círculos de especialistas en educación y psicología, al menos desde principios de este siglo, ha sido equivalente a hablar de desarrollo humano [1].Gran­des teóricos e investigadores como Freud, Watson, Piaget,Gesell, Wallon, etc. fundaron escuelas de pensa­mien­to y aportaron conceptos de indiscutible importancia para entender a los niños como entidades con dentidad propia. pero en proce­so incesante de evolución. Es decir, para dejar de verlos como meros reflejos o versiones burdas e inferiores de los adultos, aunque esa edad -símbolo de «madurez, razón y plenitud»- pareciese, en realidad, su meta.

La Educación Inicial, sobre todo a partir de la década del 70 en que se convierte oficialmente en el primer nivel del sistema educativo, ha sido el ámbito que ha levantado con fuerza la necesidad de educar a los niños respetando sus características, posibilidades y límites; y el único que organizó su sistema de enseñanza en riguroso arre­glo a estos primeros estadíos de la evolución infantil (Valdiviezo, 1996). Sin embargo, cerca de 30 años de uso de este enfoque co­mo paradigma de la formación de maestros del nivel y de la educación concreta de niños menores de 6 años, han revelado como constantes determinados problemas en la rela­ción con los niños y en el rol asignado en su proceso de socialización.

Problemas que involucran, ciertamente, a las familias, pero también a los propios docentes. Porque en los dos ámbitos -educativs y de crianza- más allá de ocasionales o recurrentes demostraciones de ternura se ha persistido tercamente en asignar a los más pe­que­ños un rol subordinado y básicamente receptivo.

Estos roles han descansado en una concepción de la niñez que la define como etapa de vulnerabilidad y limitación, que uniformiza sus características perdiendo de vista sus rasgos individuales, que desconfía de sus posibilidades de logro más allá de lo «espera­ble» a su edad; que no recono­ce su capacidad biológica de autodeterminación en la configuración de su propia identidad, a partir de su peculiar manera de interactuar dentro de sus experiencias personales, familiares, sociales y culturales; y que justifica así una relación basada en el control y la total subordinación.

1.- La niñez como limitación y desvalimiento

Investigaciones efectuadas en Chile -con perfecto correlato en extensas observaciones de campo realizadas en el Perú (Ponce, 1996)- han revelado de manera elocuente la existencia pertinaz de prác­ticas educativas basadas en la asignación de roles pasivos-receptivos a los niños y eminente­men­te directivos a los docentes; así como en relaciones maestro-alumnos de clara subordinación y depen­dencia.

Victoria Peralta sostiene que esta suerte de currí­cu­lums pasivos, que lesionan fuertemente la identidad de los niños, «no han sido postulados por ningún especialista o corriente peda­­gógica» (Peralta, 1993, p.8)). Es legitimo preguntarse enton­ces, ¿de dónde vienen?, ¿qué estimula o refuerza esta noción reduccionista de la niñez como etapa, básicamente, de desvalimiento, limitación y minusvalía?
[2]. Desde nuestro punto de vista, esta noción y esta práctica se sustentan en una antigua concepción de la niñez, en una lectura harto discutible del desarrollo humano y en una percepción fatalista determinista de las relaciones entre el ambiente y el proceso evolutivo de los niños.

1.1. La vertiente histórico cultural

Siguiendo la periodización de las formas de relación paterno-filiales que propone deMause, hasta el siglo IV los niños eran considerados yugos, carga de sus padres, depositarios de las peores fantasías, fobias y temores de los adultos. Tiempos oscuros en los que la vida de un niño sólo tenía valor de uso o de cambio para sus propios padres (DeMause, 1991).

Hasta el siglo XIII, el niño seguía siendo percibido como una entidad llena de maldad, a la que se le azotaba o abandonaba en manos de terceros, bajo el pretexto de encargar su crianza. Desde entonces hasta el siglo XVII se abre un período en el que se empieza a hablar del papel de los padres como moldeadores de estos “seres inicuos”. Si bien persiste esta imagen del niño, se comienza a adjudicarle a la vez la condición de «piza­rra en blanco» (Locke), «cera blanda, yeso o arcilla», susceptible de adquirir la forma que el adulto decida.

En el siglo XVIII aparecen con fuerza otras posturas sobre la infancia. Rousseau, en oposición a las ideas vigentes, va a sostener que los seres humanos nacemos buenos y que es la sociedad quien nos corrompe, no la que nos civiliza.

Luego, hay quienes empiezan a dejar de mirar a los niños como seres pe­li­grosos, se interesan por estudiar su proceso de evolución y discuten abiertamente el peso especifico de la crianza (am­bien­te) en oposición a la naturaleza (he­ren­cia), en la definición de una personalidad socialmente adecuada. Pero aún no era frecuente que los padres jugaran con ellos, sí que les siguieran azotando, amenazando y educando en la obediencia.

Es recién en el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX en que se proponen de manera más clara métodos de crianza basados ya no en el sometimiento del niño sino en su socialización. Es decir, en pautas dirigidas a lograr su adaptación a las reglas de su sistema social (Beals y Hoijer, 1965). Este será el modelo referencial de las grandes teorías psicológicas del presente siglo, «desde la canalización de los impul­sos de Freud hasta la teoría del comportamiento de Skinner» (deMause, 1991).

Entre el viejo paradigma del sometimiento y el de la socialización, sin embargo, existe un común denominador. Pese a innegables y profundas diferencias en la naturaleza del trato dispensado al niño bajo cada uno de estos modelos, todos proponen a la infancia, en esencia, como una etapa de la vida en la que destacan como rasgos distintivos la fragilidad, la carencia y la incapacidad de las personas. Una edad donde nuestra virtual ineptitud para tomar «decisiones acertadas» sería de tal envergadura, que no tendríamos más remedio que subordinarnos a nuestros mayores y dejarnos conducir hacia metas justas y deseables desde el punto de vista social (Bell, Chetley y otros, 1995).

Dicho de otro modo, los niños son reducidos a la categoría de seres inmaduros, incompletos, poco confiables y frágiles, que en su proceso biológico y social, sólo están en posición de recibir y depender de los adultos para sobrevivir, evolucionar y alcanzar la felicidad
[3].

1.2. La vertiente de las teorías del desarrollo humano

Pero esta noción del niño como inferior, de honda rai­gambre cultural en la historia de la civilización humana, fue de alguna manera reforzada por otra, aportada por los estudiosos e investigado­res de la infancia: la noción de niño como sujeto en proceso de desarrollo.

En efecto, a la luz de estas investigaciones, que estudian las características de la niñez en contraste con las de la vida adulta, tanto la niñez como la adolescencia han sido vistas como momentos transicionales de la vida humana, estaciones pasajeras en el largo camino hacia la ple­ni­tud que representa la adultez, percibiéndola inevitablemente como antesala inacabada e im­perfecta de la madurez, subrayando en contraste la idea de la adultez como meta y modelo.

El mismo concepto de estadío, etapa o fase, empleado por las distintas escuelas teóricas y que alude a una gradiente de progresos en la evolución del niño, propone y refuerza indirectamente esta imagen.

Así presentada, esta etapa de la vida resulta una especie de fenómeno «independiente de la clase, el género, la cultura, la geografía o la etnía». Es decir, aparece como un modelo universal «verdadero para todos los espacios y momentos», que, por lo mismo, «hace parecer innecesaria la recolección y el análisis de información concreta sobre las verdaderas condiciones de los niños» (Bell, Chatley y otros, 1995), o, peor aún, sobre los progresos y variaciones positivas que se observan en el pronosticado curso de su desarrollo, a efecto de sus interacciones con un entorno desafiante, sembrado de riesgos, pero también de oportunidades de muy diversa naturaleza.

No obstante, la visión del desarrollo de la infancia que predomina en los círculos profesionales en que nos movemos sigue siendo la de un período vital caracterizado por patrones estándar de evolución y de comportamiento, que siguen una secuencia rígida y universal, en donde todos los progresos en el desarrollo de habilidades son susceptibles de predicción y control
[4], más allá de las cualquier evidencia en contrario revelada en los diversos ambientes sociales o culturales que constituyen sus contextos de desarrollo.

1.3. Influencia determinista del ambiente

Tampoco ha resultado difícil constatar en el discurso común de educadores e investigadores sobre las relaciones entre desarrollo infantil y medio ambiente -en particular en contextos tan marcados por la pobreza material y las dificultades familiares como el nuestro- no sólo una lectura parcial, reduccionista y victimizadora de la niñez, sino sobre todo la persistencia en una forma de concebir esta dinámica de relación como relaciones mecánicas de causa-efecto, más que como interacciones.

Hablar de interacción es hablar de una dinámica de mutua influencia. Sin embargo, lo que hasta ahora se ha venido sosteniendo -en base a la comprobación de determinadas secuelas en determinados grupos de niños- es que las condiciones ambientales de la gran mayoría de niños peruanos, por ser de riesgo, afectan manera irreversible sus posibilidades de un desarrollo sano y de una inteligencia cabal, sobre todo en los primeros años de vida (Majluf, 1993), sugiriendo relaciones unidireccionales de causa-efecto y la imagen de un entorno material capaz de ejercer influencia sobre los niños como una virtual e imbatible determinación.

Lo que no ha formado parte de nuestro sentido común es que los niños, como cualquier organismo vivo, siempre han esta­do biológicamente capacitados para afectar las condiciones de su entorno vital y orientar el curso de su propio desarrollo, sorteando obstáculos y limitaciones del ambiente (Maturana, 1984).

Una función como ésta, sin embargo, más que un simple postulado teórico, es el resultado de incontables observaciones y comprobaciones empíricas. En el caso de los estudios sobre el desarrollo humano, al lado de los numerosos estudios sobre el impacto de los factores de riesgo en el desarrollo temprano, se ha venido articulando a nivel internacional una corriente importante de estudio de la capacidad de los niños para enfrentar diversas situaciones adversas, demostrando resistencia, flexibilidad y capacidad de adaptación (resiliency), así como de los factores que suelen contribuir a fortalecer y dinamizar esta capacidad (Emmy Werner, 1994).

Aquí mismo en el Perú, investigaciones sobre desarrollo infantil en contextos urbanos y rurales andinos han demostrado empíricamente cómo, por ejemplo, «la falta de dinero para el diario, la casa siempre prestada o en construcción, la lucha permanente por el acceso a un servicio básico, el hacinamiento... una dinámica familiar tensa y conflictiva que disminuye la capacidad de los padres para estimular adecua­damente (a sus hijos)... ninguna de estas características resultó determinante para el desarrollo (de los niños)». Es decir, pese a ser factores importantes, las dificultades materiales, las tensiones que suelen acarrear y las diversas condiciones ambientales adversas «no definen por sí mismas el futuro desarrollo de los niños» (Ochoa y Franco, 1995).

No estamos hablando de hechos fortuitos o excepcionales. Esa es la inevitable característica de toda relación de intercambio entre dos estructuras en cualquier tipo de sistema, si es que se observan desde una perspectiva dinámica y no mecanicista. Para decirlo en palabras de las propias investigadoras, «en la medida que cada bebé nos ofrece la oportunidad de observar una nueva versión de las relaciones entre desarrollo y medio ambiente, las predicciones y las explicaciones sobre el desarrollo infantil siempre serán par­cia­les e incompletas» (ibid.).

En síntesis, tanto la noción de niño en desarrollo como el virtual fatalismo en el análisis del impacto del ambiente adverso -abandono, enfermedad, maltrato, pobreza material, orfandad o violencia politica- han brindado una lectura errónea de la niñez, haciendo aparecer como poco relevante un conocimiento mayor de variables distintas, como la resilencia exhibida por los niños en su diversas y peculiares experiencias de interrelación con su propio medio geográfico, social y cultural, aún en circunstancias especialmente difíciles.

1.4. Negación del ambiente como factor de desarrollo

Ahora bien, las características peculiares del ambiente y de las experiencias que sirven de escenario al desarrollo de los niños, nunca han constituído un tema ausente en la preocupación ni en el discurso de los maestros peruanos. Pero han sido comúnmente reducidas a la condición de referente folklórico para la identidad cultural de sus alumnos, asociándolas a costumbres, creencias y tra­di­ciones (Nazar, 1995).

Victoria Peralta advierte el peligro de la banalización del contexto vital del niño, cuando sostiene que el esfuerzo por reconstruir los puentes entre las experiencias educativas y las características del medio pretende «algo mucho más profundo que una mera folclorización del currículum» (Peralta, 1993, p.18). En efecto, resulta empobrecedor mirar los escenarios en que los niños desenvuelven su vida cotidiana sólo para construir una simple colección de fiestas, danzas, vestimentas, alimentos y prácticas religiosas con las que deberían aprender a identificarse, en nombre de su cultura; perdiendo de vista lo más importante: la calidad de las interacciones que protagonizan a su interior, así como los logros y las hazañas que demuestran ser capaces de alcanzar en tales contextos.

Sólo este segundo dato es el que nos permite reconocer las reales cualidades, posibilidades y límites de los niños, generadas en la interacción peculiar entre su proceso de desarrollo y las propias condiciones socio culturales en que se desenvuelve.

La segunda forma en que los educadores solemos percibir esta relación, podríamos calificarla de voluntarismo ético porque se limita a denunciar el perjuicio que las circunstancias sociales y familiares estarían ocasionando al desarrollo de los niños de manera casi automática, contraponiendo a ella su par opuesto como un imperativo categórico de acción. En otras palabras, se reduce la percepción del ambiente a la categoría de problema, presentándolo ante las familias como zona de riesgo y como argumento para presionarlas a encaminarse a otro modelo de experiencia, considerado ideal para un desarrollo adecuado.

Este segundo enfoque, sin embargo, tampoco ayuda a recuperar una imagen más exacta del equipaje adquirido por los niños en el contexto de sus interacciones cotidianas. No miramos las otras dimensiones de su experiencia relacional, aquellas que le están ayudando a crecer, aquellas que están enriqueciendo su dotación de habilidades básicas y cualificando su saber cultural. Más aún, al negar o desconocer su capacidad de resiliencia, tampoco sentimos la necesidad de hacer un balance de las «ganancias colaterales» que -en términos de aprendizajes vitales- puede
n estar obteniendo los niños aún al interior de sus circunstancias ambientales más conflictivas y estresantes[1].

2.- La noción del niño como persona

Durante los cinco años de preparación de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño -entre 1985 y 1990 en que fue proclamada- delegados de 179 países de las más disímiles tradiciones culturales debatieron ardorosamente sobre el significado de la infancia. Hubieron delegados que «cuestionaron la eficacia de suprimir los castigos en sus más diversas formas, porque algunas de ellas estaban prescritas en los textos sagrados de sus culturas». Indudablemente, estas resistencias tenían que ver «con una percepción de la niñez como una enfermedad o debilidad transitoria... como un período sin derechos, cuya justificación es el provecho del grupo» (Basili, 1996).

Si la Convención finalmente alcanzó el éxito fue porque «se comprometió un gigantesco ejercicio de antropología psicológica y cultural comparadas» tuviéndose que demostrar «neu­ro­quí­micamente que -por ejemplo- sin base emocional adecuada, incluso una gran inteligencia no se traduce en competencias para la vida» (Ibid.).

2.1. El fundamento biológico de la autonomía del niño

Sin embargo, la pregunta acerca del exacto lugar social y cultural de los niños no puede ser respondida «sin una reflexión sobre el ser humano» (Basili, 1996). Y es en ese terreno donde la biología, más que la psicología o la mera especulación filosófica, ha aportado conceptos sustanciales.

«Es evidente -sostiene Maturana- que una de las cosas más inmediatas propias de un ser vivo es su autonomía». Sin embargo, agrega, «para comprender la autonomía del ser vivo debemos comprender la organización que lo define como unidad» (Maturana, 1984, p.29). Y ocurre que las personas, como cualquier ser vivo, nacemos y nos desenvolvemos en un determinado medio, pero nos vamos modificando en la interacción con él. Lo importante aquí es definir la naturaleza de estas interacciones.

A diferencia de lo que comúnmente se piensa, «una perturbación del medio no contiene en sí una especificación de sus efectos sobre el ser vivo, sino que es éste el que determina su propio cambio ante ella». Esta perturbación o estímulo -que en el caso de los humanos podrían por ejemplo configurarse en un conjunto de conductas denominadas crianza o educación- pueden tener la virtud de desencadenar procesos, pero no de predecir y determinar sus resultados.

En otras palabras «los cambios que resultan de la interacción entre ser vivo y medio son desencadenados por el agente perturbante y determinados por la estructura de lo perturbado» (Ibid.).

Naturalmente, los niveles de congruencia entre el denominado estímulo ambiental y las carac­terísticas de la estructura particular pueden ser muy altos o sencillamente inexistentes; resultando lógico que un mayor grado de pertinencia entre ambos podría aumentar las probabilidades de concordancia entre las expectativas de cambio y los efectos finalmente logrados. Pero la preocupación por lograr la pertinencia se desvanece cuando partimos de la premisa de que los niños constituyen entidades pasivas-receptivas, susceptibles de cambio y aprendizaje mediante simples procesos mecánicos de instrucción y condicionamiento.

Este argumento es crucial para entender el grado de aberración que repre­senta un sistema de relación intergeneracional basado en el desconoci­miento absoluto de los más pequeños como seres legítimamente distin­tos, biológicamente imposibilitados de anular su autonomía en la de­ci­sión sobre sus propios cambios ontogenéticos. Pero también en la ilusión de poder determinar desde afuera, desde una voluntad externa, las trans­formaciones que otros consideran necesarias en su forma de pen­sar o de actuar.

3.2. El enfoque de la calidad en la percepción de los niños

Las grandes transformaciones en el mundo de la producción y la economía, la ampliación del consenso mundial sobre la necesidad del mercado como mecanismo de regulación del intercambio de bienes y servicios, así como la denominda revolución de la calidad impulsada por las empresas japonesas y del mundo asiático han traído como consecuencia a su vez cambios importantes en la mentalidad contemporánea (Abugatás y Tubino, 1996).

Uno de ellos tiene que ver con la percepcion del cliente. Empiezan a ser cuestionados los enfoques rentistas que reducían la valoración del comprador o del usuario a la de un simple medio para la obtención de ganancias. Por el contrario, ahora se trata de redeacuar la producción, la estructura del servicio y la propia organizacion de la empresa a aquello considerado el fin y la justificacíon de todos los esfuerzos: el bienestar y la satisfacción del cliente. Esa se propone en adelante como la única medida del éxito. Naturalmente, no se trata de una ingenua invocación al sacri­ficio ni al altruismo comercial. La lógica es muy sencilla: con clientes cada vez más satisfechos, la necesidad del producto o del servicio crecerá, la demanda aumentará y todos saldrán ganando.

Desde esta perspectiva, la competencia comercial o industrial no sería traducida ya como una simple guerra entre empresas enemigas, sino como una pugna abierta por ofrecer mayores ventajas al cliente y ganar sus preferencias en el mercado.

El enfoque de servicio centrado en el cliente, con todo su correlato jurídico («derechos del consumidor») que guarda relación con una dimensión de la ciudadanía -y más allá del debate sobre la autenticidad de esta actitud en las empresas o de su afinidad con antiguas ideas pedagógicas- va ganando legitimidad y se está volviendo sentido común en diversos sectores sociales. En este contexto, la educación de los niños empieza a revelarse para muchos en su lógica despersonalizadora. En efecto, una actividad que puede ser técnicamente definida como servicio, persiste en ofrecerse a los niños -ususarios directos y por tanto clientes principales del servicio- del mismo modo arbitrario, impersonal y autocentrado en que funcionan los monopolios, cuyos clientes constituyen una suerte de usuarios cautivos, imposibilitados de cambiar de proveedor pese a no estar conforme con lo que reciben.

La profunda y evidente insatisfacción de los niños con el trato y la educación que se les ofrece -traducida en conductas recurrentes como huídas del centro educativo, distracción crónica, olvidos constantes o rebeldías tenaces- y su ausencia de demanda, expresada en distintos modos de rechazo abierto o encubierto, no retroalimenta la oferta educativa, no induce cambios, mejoras ni adecuaciones urgentes a las características de su público. Por el contrario, todas las señales de insatisfacción del usuario suelen ser consideradas responsabilidad del usuario (p.ejm. síntoma de su inmadurez o su irresponsabilidad) persistiéndose en la idea de que es él quien debe adaptarse a las características del servicio.

Hoy en día es cada vez más claro -secreto que las agencias de publicidad o los medios de comunicación social conocen desde hace mucho tiempo- que la gran conexión requerida entre servicio y clientes es de naturaleza emocional. Ya no basta la necesidad de un producto para implicar su uso. Es de absoluto menester que, además, resulte agradable.

La investigación científica tam­bién demostró la importancia de las emociones como condición misma de los procesos cognitivos, proponiendo el interés, actitud de naturaleza obviamente emocional y por tanto esencialmente espontánea, como prerequi­si­to de la exploración, la interrogación y la experimentación (Maturana, 1992).

Más allá de los argumentos estrictamente biológicos o antropológicos, el lugar que hoy día ocupa el cliente de un servicio, en el contexto de una mundo que ha visto derrumbarse los modelos sociales colectivistas autoritarios, expre­sa una tendencia a la revaloración de la subjetividad, de la individualidad, de la libertad humana. Esta nueva mirada supone hacer un esfuerzo de empatía desde la concepción misma de la atención a las personas, para ser profundamente respetuosos, generosos y tolerantes en el trato cotidiano. Empieza a formarse la convicción de que no existe otra manera de ganar preferencias, a pesar que en ocasiones la propia calidad de lo que se ofrece no sea precisamente la óptima.

Como la preferencia de los niños por el servicio educativo que reciben no determina el que hagan o no uso de él -basta con que no les disguste a sus padres- nos hemos sentido hasta ahora relevados del esfuerzo de ganar su voluntad y su entusiasmo. Hoy más que nunca, sin embargo, empieza a resultar evidente que la trascendencia de las experiencias que viven en sus espacios educativos antes de los seis años, dependerá de su capacidad de convertirse en lugares intensamente atractivos, capaces de ser espontáneamente preferidos por ellos a cualquier otra opción.

3. La niñez como paradigma de las necesidades humanas

Todo lo dicho hasta aquí constituye algo más que un esfuerzo por reivindicar a los niños en nombre de determinados códigos éticos. En realidad, lo que queremos proponer es el rescate de aspectos esenciales de aquel modo de relación social característico de la vida infantil, como condición de recuperación de nuestra propia condición humana.

Maturana afirma que somos seres culturales, no biológicos, que nos hacemos humanos al convivir en la mutua aceptación y en la comunicación constante; y que es la infancia tem­prana la que consti­tuye «el fundamento biológico de nues­tro (proceso de) hacernos humanos...». Porque la emoción que constituye la convivencia es aquella que «constituye al otro como un legítimo otro en coexistencia con uno; y nosotros los seres humanos nos hacemos seres sociales desde nuestra infancia temprana, en la intimidad de la coexis­tencia social con nuestras madres» (Maturana-Zöller, 1993, p.29).

Pero los niños que forman parte de esta cultura a la que pertenecemos, no viven esa experiencia de manera llana sino que enfrentan una permanente ambigüedad por la exigencia continua planteada a los padres para que dirijan su atención hacia focos distintos al encuentro presente, placentero y gratuito con sus hijos.

Desde su larga experiencia educativa en el Perú, Izurieta reconoce esta misma contradicción, lamentando que «el ser humano se vea condenado desde su más tierna infancia a alejarse de su propio cuerpo, ese que contiene las miserias de la condición humana, buscando elevarse a través del espíritu y de la razón, considerada sinónimo de luz» (Izurie­ta, 1996, p.265).

Atrevernos a esbozar una imagen de la infancia que se arriesgue a ir más allá de las nociones que la presentan como un estadío inferior, primitivo y vulnerable del desarrollo humano; y a ensayar más bien una aproximación a los rasgos que nos distinguen como especie a partir del paradigma de las conductas infantiles, supone como punto de partida una sencilla observación de su hacer cotidiano.

Es de esa observación, sencilla y reflexiva, colocada siempre en el esfuerzo de despejar prejuicios y de permanecer abierta a lo nuevo, que queremos dar cuenta a continuación.

1. Aspiran al crecimiento

Desde el punto de vista biológico, sabemos que las personas evolucionan aceleradamente durante la infancia a través de un proceso sumamente dinámico de crecimiento y desarrollo. Pero es aquí como en ninguna otra época de la vida, cuando los seres humanos aspiramos vehementemente a crecer. A crecer en tamaño, fuerza, habilidad, conocimiento, emoción; y orientamos todo nuestro comportamiento a la búsqueda de situaciones que desafíen y pongan a prueba nuestras habilidades o nos permitan la adquisición de nuevas. Aspiramos constantemente a ser más.

2. Tienden a actuar de manera autóno­ma

Aún desde muy tierna edad, los niños ex­pre­­san sus prefe­ren­cias y emociones con espontaneidad; exploran to­do aquello que provoca su curio­sidad, desafían toda clase de riesgos y prohibiciones. Unos con menos aprehensión que otros, pues aún los niños que han incorporado con más rigor las más estrictas normas paternas, viven su autolimitación como pérdida. Más allá del terrible y evidente peso de una cultura fuertemente restrictiva con los niños, obser­va­mos que en general ellos cons­tru­yen su identidad desde una radical disposi­ción a la autonomía.

Ciertamente, la autonomía infantil es susceptible de maduración; aunque todas las energías de los agentes socializadores estén colocadas más bien en su anulación, los niños pueden aprender a regular su audacia y a incorporar otros referentes a la hora de tomar una decisión.

3. Son curiosos y explora­do­res

Aún en medio de la inseguridad que puedan provocarle las primeras expe­riencias de separación de la madre -y a menos que hayan sido severa­mente condicionados a una feroz dependencia e inmovilidad- los niños se dejan llevar por el impulso de explorar con libertad el mundo en que les tocó vivir.

Tocan, muerden, frotan, cuando pueden se desplazan, co­rren, buscan, suben, bajan, tiran, pisan, arrastran, empujan, jalan... Los niños están constante­mente investigando, des­cu­­briendo y redescubriendo el mundo de su entorno, relacio­nán­dose cu­rio­­sa y desaprensivamente con él.

4. Son flexibles y creativos

En abierto contraste con la rigidez que suele distinguir al comportamiento adulto, los niños demuestran una gran capacidad de resistencia y adaptación a las circunstancias más cambiantes, complejas y difíciles que pudieran presentárseles. Esa infatigable capacidad de creación y recreación permanente de los códigos ordenadores del mundo adulto, manifiesta en su juego cotidiano o en su comunicación habitual, les resulta esencial para enfrentar con flexibilidad -sin destruirse- situaciones presionantes, desorganizadas o inciertas.

Aprenden a distinguir entre lo que pueden resolver y lo que deben evitar, cuándo puede ser bueno insistir y cuándo postergar, cómo abordar diferenciadamente situaciones análogas pero con protagonistas distintos. Aprenden a esperar, a tolerar, a callar, a reservarse espacios y momentos, a avanzar o retroceder, a mostrarse o a esconderse, a replegarse o a desafiar, según como evalúen sus fuerzas y sus oportunidades.

5. Buscan hacer diver­ti­do su actuar

En ninguna edad como en ésta, los seres humanos nos mos­tramos con perma­nente disposi­ción a jugar, es decir, a conver­tir to­dos nuestros actos en experien­cias íntima­men­te agrada­bles, a disfrutar desaprehensivamente el instante, gozando el proceso de hacer liberado de la angustia por sus resultados.

Esa capacidad de impedir que la preocupación por el futuro, mediato o inmediato, invada y contamine el presente, es descalificada por los adultos como signo de irresponsabilidad e inmadurez. Pero es esa, justamente, la que otorga a los niños la capacidad de vivir o de buscar vivir, casi compulsivamente, con inten­si­dad y placer cada minuto de su existencia.

6. Se muestran afectuosos

Los niños exhiben con naturalidad su permanente expectativa de ser acep­ta­dos y acogidos por las demás personas, especialmente por quienes les son significativas. No ocul­tan sus afectos, revelando espontáneamente empatía y generosidad a quienes ama, sin pudor alguno de mostrar cuánta necesidad sienten de nosotros o de recibir señales que demuestren cuan necesarios ellos nos resultan.

7. Son muy sensibles al contacto cor­po­ral

Este es un período de la vida en donde los seres humanos mostramos abiertamente nuestra necesidad de tocar a otras personas y de ser tocados por ellas, necesidad que va más allá de las demostraciones de afecto. Al igual que el impulso a jugar, no tiene motivación específica, no está dirigido por una intención particular.

Ocurre porque sí, se siente agradable y eso basta. Los niños abrazan, se aferran, acarician, palmean, empujan, se juntan o se jalan, se entrelazan, se apilan unos sobre otros, disfrutando su cuerpo y todas las sensaciones que provoca el encuentro de otros cuerpos, como no hará después por el peso de la culpa y de los miedos que infunde la cultura.

8. Son comunicati­vos

Los niños, a cualquier edad pero especialmente a ésta, se revelan como seres esencialmente comu­ni­cati­vos. Demandan con intensidad inter­actuar con otros, mos­trándose extrema­da­mente recep­ti­vos a la comuni­ca­ción de emociones y sentimientos, en una constante necesidad de intercambiar mensajes con las personas de su entorno. Cuando empiezan a dis­poner de la palabra como recurso de comunicación, necesi­tan ade­más ser escuchados y escuchar que les hablen. El aislamiento y el silencio aparecen apenas como momentos de su itinerario y le resultan significativos sólo cuando ellos lo eligen, no cuando se los imponen.

9. Actúan en coherencia con sus emociones

Lo que suele ser visto como «dificultad para esconder sus emociones», no es otra cosa que una gran capacidad para sentir intensamente sus afectos y actúar en coherencia con ellos.

El cuidado por la apariencia aparecerá después como producto de la socialización, pero en esencia resulta extraña a la forma de comportamiento social típica de los niños. Si algo les causa pena, se entristecen; si les causa rabia, se enfurecen; si los alegra, se entusiasman; si los fastidia, lo rechazan; si provoca su asombro, se aproximan; si les inspira ternura, lo abrazan. Su modo de obrar es siempre congruente con su modo de sentir, aunque eso les traiga problemas al interior de una cultura que valora y cuida minuciosamente las apariencias.

10. Construyen con satisfacción su propia identidad

Los niños exploran siempre con interés sus características físicas, sexuales, sociales y emocionales, fantaseando o ensayando diversas posibilidades de ser. Esta actitud se traduce en una espontánea curiosidad por su cuerpo, examinándolo con placer, preguntando y haciendo comparaciones con el de otros, exigiendo saber más sobre sí mismos.

Nunca como en esta etapa de la vida, el propio cuerpo constituye motivo de tan­ta admiración, orgullo y búsqueda. Pero los niños empezarán pronto a aprender los límites y posibilidades socialmente establecidos para el ejercicio de los roles masculino o femenino, e ingresarán simultáneamente al mundo de las negaciones y prohibiciones establecidas por la cultura.

4. La crianza y la educación como experiencias de inter­aprendizaje

Hemos propuesto una lectura crítica a los paradigmas que sustentan las ideas y los supuestos que manejamos cotidianamente acerca de los niños, de las necesidades humanas y, en particular, de las necesidades del desarrollo infantil. Hemos dejado planteada la enorme influencia de estos viejos paradigmas no sólo sobre la concepción misma de la niñez, sino sobre la forma de relación que los adultos solemos adoptar al interactuar con ella.

Pero también ha quedado señalada la distancia entre estas premisas y las características de una educación infantil que no logra desprenderse de ellas; respecto de la dinámica y los rasgos que cualquier observador desprejuiciado advertiría en el curso del desarrollo y la conducta de niños y niñas desde que entran en contacto con el mundo.

Esta desacostumbrada y, para algunos, sorprendente, percepcion de los niños, que pone énfasis en lo que tienen como recurso y posibilidad, constituye o debiera constituir el telón de fondo de la tarea educativa, tanto en la familia como en los espacios formales. De una tarea que basada en el supuesto contrario -que acentúa la fragilidad y las carencias de este período evolutivo- ha construido un conjunto de procedimientos socializadores que necesitamos discutir y volver a pensar, a la luz de aquellos hallazgos sobre tendencias y características del desarrollo y la conducta infantil, que empiezan hoy a desafiar antiguas certezas.

Esto exige, como es obvio, redefinir muestro antiguo modo de plantear la educación. Especialmente la de los niños menores de seis años, a quienes siempre consideramos demasiado pequeños para preocuparnos tan aprehensivamente por sus posibilidades; y porque siempre hemos pensado que todavía tenían todo el período de la primaria para «aprender».

Cada vez nos resulta más arduo, sin embargo, continuar subestimándolos y sosteniendo una relación indiscriminada y arbitrariamente asimétrica con ellos. A pesar de diferencias evidentes e indiscutibles en niveles de maduración psicobiológica y en roles socioculturales, las evidencias se acumulan en favor de la tesis que propone a los niños como sistemas inteligentes y biológicamente autodeterminados.

La naturaleza de nues­tras diferencias -que las hay sin duda alguna- no puede seguir justificando una relación de superioridad y subordinación en favor o en detrimento de ninguno, por más difíciles que sean sus circunstancias de vida.

4.1. APRENDIENDO A MIRAR AL NIÑO CON RESPETO Y CURIOSIDAD

La consecuencia de esta premisa y que debiera constituir el punto de partida de la crianza, el cuidado y la educación de los niños, puede parecer obvia y sin embargo no se percibe ni se asume con facilidad: el respeto.

Respetar a los niños en su legítima diferenciación de la identidad y las expectativas del adulto ha resultado un desafío casi imposible de satisfacer a lo largo de la historia de la humanidad. Porque el genuino respeto, el que se sostiene en la empatía, va más allá de la simple abstención en la agresión; más allá de la cómoda renuncia a ejercer influencia sobre su comportamiento; e incluso más lejos que las demostraciones de afecto o de ternura, actitud maternal que tanto sus progenitores como la mayoría de sus docentes han podido ofrecer desde siempre a los más pequeños sin mayores desgarramientos personales.

Abrir las puertas al respeto, es abrirse a la necesidad de empezar a mirarlos como personas distintas a nosotros, a sus padres o a sus hermanos; distintas entre sí y distintas al sinnúmero de fantasías y miedos que recorren la aprehensiva mente de educadores, en todas las épocas y regiones del mundo. Esto es lo verdaderamente desafiante. Mirarlos como personas legítimamente distintas; no mejores ni peores per se, por el hecho de ser niños, “sólo niños”. Dignas de ser escuchadas pero también emuladas, como cualquier persona de cualquier edad, que puede ser criticada e inducida a mejorar, sin perjuicio del respeto ni de la más genuina admiración.

Admitir que un niño puede ser respetado y admirado, a su vez, nos abre las puertas a la curiosidad. Sólo si dejamos de ver al niño como minusválido, a quien hay que ayudar compasivamente, y lo aceptamos como otro ser humano de quien podemos recibir y aprender, estaremos en disposición de reconocer que necesitamos saber más de ellos. No sólo de la teoría y de los conceptos obviamente generalizadores que buscan explicarlos de un modo universal, sino de cada niño en particular.

Este conocimiento de la persona resulta una condición básica para cualquier padre o educador que busque, con perfecto derecho y necesidad, influir de algún modo en sus formas de actuar o de pensar, propósito indiscutible de cualquier sistema de crianza o educación. Porque no puedo proponer ni esperar cambio alguno en un niño de quien desconozco con precisión quién es, quién cree ser, desde qué lógica decide hacer lo que hace o cómo percibe a las personas y a las circunstancias de su entorno.

Y porque tampoco podemos esperarlo si no reconocemos, al mismo tiempo, la influencia que de hecho los niños ejercen sobre nosotros. En la definición o redefinición de nuestra propia identidad y nuestros roles, del sentido de nuestros actos y propósitos, de nuestros propios estilos de relación social, de nuestros hábitos y rutinas, de nuestros proyectos de vida.

Que la presencia de los niños en nuestros espacios de vida cotidiana, se trate de la familia, la cuna, el jardín o el vecindario, impactan y modifican decisivamente en nosotros posturas, creencias o reglas en muchos órdenes y niveles, resulta ya una evidencia irrefutable para la psicología, la antropología y para el sentido común.

El problema consiste simplemente en dejar de considerar y manejar esta influencia como un desastre indeseable, para empezar a percibirla y recibirla como una oportunidad de genuino enriquecimiento y crecimiento personal.

4.2. CONSENSOS BÁSICOS PARA LA CRIANZA Y EDUCACIÓN INFANTIL

En suma, todos los agentes que intervienen en la socialización de los niños -padres, madres, abuelos, hermanos mayores, cuidadoras, animadoras, docentes- estamos urgidos de iniciar cuanto antes un proceso crucial de desaprendizaje: el de un tipo de relación intergeneracional basada en la arbitraria diferenciación de estados, maduro/ inmaduro, lógico/ ilógico, capaz/incapaz, experimentado/ ignorante, que se expresa en una degradante diferenciación de roles, enseñante/ aprendiz, preceptor/ obediente, jefe/ subordinado. Y urgidos así mismo a ponernos de acuerdo al menos en cuatro principios básicos:

a) Los niños son personas, no sujetos en proceso de serlo.

Los niños constituyen desde que nacen seres inteligentes con capacidad de autodeterminación. Es decir, representan sistemas distintos al adulto en su forma de operar dentro de su ambiente físico y social. Es ese modo de funcionar, coherente desde su propia lógica y sus características estructurales, el que necesita ser entendido y aceptado, antes que descalificado como inmaduro, primitivo, pre-lógico y, por lo tanto, inferior.

Entenderlo supone, a su vez, colocarse en un esfuerzo permanente de empatía y escucha, que exige sobre todo poner atención a su hacer. Observar con serenidad y genuina curiosidad no sólo sus palabras sino el lenguaje mudo pero elocuente de sus comportamientos, para desentrañar qué siente y hacia dónde se dirige con sus distintas formas de actuar. Aceptando la legitimidad de sus percepciones, emociones y juicios, aunque no los compartamos siempre.

b) Todos los niños son portadores de un mundo en las manos.

Cada niño -como cualquier persona- configura dentro de sí mismo un mundo amplio y complejo de relaciones, circunstancias, experiencias, creencias, expectativas y pautas de acción. Ese es el marco de referencia personal que explica y orienta permanentemente su comportamiento. Desde él realiza su lectura, traducción e interpretación de todo lo que vive. Es el mundo que le da identidad y que él mismo ha construído a su manera, del mismo modo en que los jóvenes, adultos o ancianos constituyen el suyo a lo largo de su vida.

Cualquier esfuerzo de crianza o educación que asuma la premisa anterior, necesita enfrentar el desafío de conocer este mundo, el marco de referencia personal de los niños y niñas sobre los que desea influir; y que no es equivalente a aquello que denominamos genéricamente la cultura de la familia o la comunidad, aunque se inscriba en ella. Esto significa hacer el esfuerzo de identificar -pero colocándose en la propia perspectiva de nuestros hijos o alumnos- sus escenarios habituales, las experiencias que forman parte de su vida cotidiana, los personajes que constituyen su entorno, los roles que desempeñan, así como el lugar y las oportunidades que les asignan familiar y socialmente, entre otros componentes.

c) Aún en la adversidad, conservan recursos y potencialidades

Hemos mencionado ya cómo, aún en las situaciones más apremiantes, los niños resisten y se adaptan sin quebrarse ni perder identidad. Aprenden a sobrevivir y a seguir creciendo. Este es un principio esencial para cualquier padre, cuidador o maestro. Pues sea que haya pagado un precio al­to por sus adquisiciones o que accedió a ellas con facilidad y sin riesgos, el hecho es que ninguno viene a nosotros con las manos vacías.

Debemos desacostumbrarnos a mirar casi exclusivamente lo que los niños no saben, no pueden, no alcanzan, no poseen, no para inventarles las facultades que no tienen ni para presionarlos a que las adquieran a la fuerza o de manera mágica, sino para empezar a hacer el otro inventario, el que pocas veces nos arriesgamos a efectuar: el catálogo de cuánto sí saben, el de todo lo que demuestran poder hacer bien, el de los saberes que de hecho han adquirido y acumulado en su experiencia, el de sus talentos personales -aunque en teoría «no corresponda» aún a su edad- o el de las estrategias que han utilizado con resilencia para sacar provecho de todo lo que han vivido, aún en las circunstancias más difíciles.

d) No todos tienen iguales capacidades y no siempre lo saben

Si partimos de las premisas anteriores, nos resultará aún más obvio sostener que las personas en general y los niños en particular, no poseen ni desarrollan capacidades de la misma naturaleza. Es decir, no tienen ni pueden tener lo que Howard Gardner llamaría el mismo tipo de inteligencia
[6].
Padres y educadores tendríamos que abandonar de una vez por todas nuestras expectativas uniformizadoras, por las que creemos que todos los niños deben acceder al mismo nivel de logro en los mismos plazos. Cuando no cumplen nuestras predicciones y no encajan en el modelo estandarizado -plantilla que, además, tiende a sobrevalorar la inteligencia lógica y verbal- los consideramos subnormales. No obstante, reconcer a los niños como personas originales, capaces de aprender por su cuenta, siempre y en toda circunstancia, es empezar a admitir la diversidad de talentos y temperamentos como un dato insoslayable, inevitable, deseable y enriquecedor, no como una señal de retraso, torpeza e incapacidad.

4.3. LA EDUCACIÓN DE NIÑOS COMO ESPACIO DE INTERCAMBIO

Una actitud como ésta hace de las experiencias educativas con los niños, en el hogar, en el Jardín o en la Cuna, ya no simples experiencias de atención, enseñanza o estimulación, sino experiencias de interaprendizaje. Es decir, de genuino y enriquecedor intercambio, que nos coloca en roles activos de participación y reciprocidad.

Porque la visualización precisa de los recursos y potencialidades de los niños, no sólo permitirá al educador saber qué es lo que confirma, descarta o incorpora a sus planes educativos, sino inclusive modificar las mismas certezas que habían servido de premisas hasta ahora a su rol y a su quehacer profesional o a la imagen que tenía de sí mismo. Del mismo modo, permitirá a padres y madres hacer de su paternidad una experiencia de crecimiento personal, de enriquecimiento de su propia identidad, de realización placentera, y no apenas una sufrida rutina de obligaciones monótonas.

Si no partimos de los distintos saberes construídos por los niños en su vida cotidiana, si no aprendemos a valorar lo que viven y disfrutan con mayor intensidad, aquellas adquisiones irrepetibles e inimitables que forman parte de su identidad y que obtuvieron por sí mismos en la interacción con su ambiente, la crianza y la educación de los niños pequeños se convertirá inevitablemente en el fallido y oscuro arte de fabricar sujetos en serie, todos iguales entre sí. Representará, como hasta ahora, antes que nada, un pavoroso desafío de homogenización, tanto más atormentador y frustrante como técnicamente imposible.

Es innegable que formamos parte de una generación que -en ésta y en todas las culturas- tiene una responsabilidad socializadora con los más pequeños. No se trata de renunciar a ese indispensable rol, sino de resignificarlo como una experiencia de encuentro e intercambio, en la que daremos pero también recibiremos. Más aún, en la que recibir -dejarse impregnar por la novedad y la originalidad de cada niño- será una condición sine que non para dar con eficacia.

Porque no podremos influir para mejorar si desconocemos qué situaciones -que ellos perciben como problemas- enfrentan a diario y para qué otros desafíos en este cambiante mundo que se nos viene será necesario prepararlos. No les podremos aportar nada útil si desconocemos qué habilidades ya poseen y cuáles debieran desarrollar para aprovechar mejor las oportunidades que encuentran o encontrarán en sus propios ambientes naturales o entre las diversas expresiones de la modernidad que impactan e impactarán aún más en su vida cotidiana.

Sólo en esta dinámica de intercambio y reciprocidad será posible transformar las experiencias de atención y cuidado de los niños pequeños en experiencias educativas para ellos y nosotros, que más allá de las respuestas funcionales a sus necesidades más primarias, les propongan una oportunidad de encuentro placentero y de crecimiento conjunto. El hogar, la Cuna, el Wawawasi, el PRONOEI, el Jardín o la escuela, deben convertirse en auténticos espacios de interaprendizaje, don­de grandes y pequeños fortalezcamos nuestra capacidad de escucharnos, de reconocernos en el otro y, a la vez, de ser nosotros mismos.

NOTAS

[1] Artículo preperado por el autor para FORO EDUCATIVO y que forma parte del libro «La educación Inicial en el Perú: problemas y posibilidades», elaborado en equipo con Miriam Ponce, Roxana del Valle, Silvia Ochoa y Patricia Andrade, publicado en Lima, Perú, en 1997.
[2] Es obvio que en la infancia hay riesgo, vulnerabilidad y limitaciones. Lo que está en discusión no es el hecho, sino la postura que reduce a la niñez a esta sola característica (como si fuese además la única edad que la posee), dejando afuera de la definición su igualmente constatable capacidad de adaptación, flexibilidad y resistencia en la interacción con su medio. Es decir, no incorporar su enorme capacidad de aprendizaje, crecimiento y autodeterminación en la operacionalización del concepto «niño», presenta a esta edad como un período fundamentalmente frágil y vulnerable.
[3] El concepto que difiere de la noción de “dependencia” no es necesariamente el de “independencia”. No es lo mismo sostener que los niños no son en esencia seres desvalidos y dependientes, a decir que no necesitan de nadie para desarrollarse con normalidad. Proponemos que entre niños y adultos lo que existe, en realidad, es una relación de interdependencia. No hay un solo dador y un solo receptor de dones. Unos y otros influyen de manera decisiva y constante en sus respectivos procesos de desarrollo, reforzándose y retroalimentándose mutuamente; aunque, obviamente, en distintos órdenes de necesidad. El insistir sin embargo en la vulnerabilidad de los niños y en su condición de dependientes, idealiza las caracteristicas del otro lado de esta relación intergeneracional, legitimando el carácter dominante del status adulto y la atribución a los niños de un rol pasivo y subordinado en su proceso de socialización y educación. Pero los coloca además en una posición científicamente indemostrable: como entidades puramente receptivas, objetos inermes del ambiente físico y social, biológicamente incapacitados para tomar decisiones en el itinerario de su evolución. No se han extraído aún las consecuencias de la noción de interdependencia en las prácticas de crianza y en los procesos de educación formal de los niños.
[4] En general, en los planes y políticas públicas que afectan a los niños en diversos países del planeta, se pue­de identificar sin dificultad este mismo concepto del desarrollo infantil, usualmente descrito en «una forma estándar, codificada por una serie de pasos en tránsito hacia la adultez y (caracterizado) por un conjunto estándar de resultados, logrados debido a las costumbres de formación de los niños» (Bell, Chatley y otros, 1995).

[5] Es innegable que buena parte de este “equipaje” ha sido adquirido a un alto costo para el niño, es decir, pagando una cuota de sufrimiento físico y emocional comparativamente más grande que otros niños en circunstancias más favorables. Esto es un hecho tan incontrovertible como repudiable. Pero la gravedad de este problema de equidad social no es lo que está en discusión, sino la existencia misma de aquel equipaje básico. Hubiese sido preferible que les resultase menos costoso, pero no podemos poner en duda el que lo tengan. Este debiera ser el punto de partida de los educadores: no sólo hay un fondo de saberes y disposiciones básicos construídos en su experiencia cotidiana, sino sobre todo una capacidad de aprendizaje -de cambio y adaptación inteligente- que la adversidad (exceptuando obviamente situaciones límite) no logra destruir.
[6] Así, según Gardner, encontraremos niños temprana y progresivamente más hábiles y dispuestos pa­ra la danza, los deportes y demás actividades que demandan capacidad kinestética; otros para la música, el canto, los instrumentos, la composición o la apreciación melódica; otros para la escultura, el moldeado, los desplazamientos en espacios grandes y demás que tengan que ver con la capacidad de ubicación espacial; otros para el liderazgo, para hacer amigos, para manejar situaciones conflictivas, para todo lo que demanda capacidad de relación interpersonal; otros para entretenerse solos, para perseverar, para detectar sus propias posibilidades y limitaciones, para todo lo que exija capacidad de introspección; otros para el lenguaje y la comunicación en general; y otros para el razonamiento lógico o el cálculo matemático (Gardner, 1993).

Fracaso escolar en la escuela primaria: ¿la familia tiene la culpa?

Relaciones familia-escuela: entre los paradigmas de la cooperación y de la complementariedad

Si apelamos al sentido común de la gran mayoría de educadores, podríamos llenar seis bibliotecas con los numerosos discursos que reclaman casi al unísono mayor participación y responsabilidad familiar en la educación y en la formación de sus hijos. Pero esta impecable demanda, que aparece como un principio lógico e irrefutable, incluye a su vez una queja aún más grave.

Porque casi todos los maestros no sólo denuncian la crónica desidia y negligencia de los padres, sino que atribuyen principalmente a aquellas los fracasos de sus hijos en su vida escolar. El señalamiento de la familia como la gran responsable del bajo rendimiento, la indisciplina o la repitencia de los niños, en efecto, ha constituido desde siempre un enorme lugar común.

No es extraño, por ello, que numerosas “Escuelas de Padres” y demás instancias que parecen proponerse con sana ingenuidad y loable audacia enseñar a ser padres (¿existe alguien que crea haber completado ya semejante aprendizaje?), se concentren en criticar una forma de criar; y en prescribir, en nombre de la ética y el desarrollo infantil, un conjunto de principios y de con­ductas modelo, de validez universal, supuestamente apli­cables en cualquier circunstancia, tiempo y lugar.

Así, como ocurre con los propios niños, que son urgidos a adecuar su perspectiva y sus propias características a la visión y las reglas del espacio escolar, la escuela se propone, con la mejor de sus intenciones, influir sobre los padres a fin de lograr la adecuación de sus posturas habituales a los valores considerados deseables por esta suerte de “cultura escolar” universal: colaboración, participación, cumplimiento, apoyo, disciplina, orientación, respeto...

Estamos hablando de adecuación, no de consensos. Es decir, la escuela asume que es obligación de los padres colaborar con la educación de sus hijos. Y colaborar significa hacer todo lo que sus maestros le indiquen. Pero no asume, necesariamente, como parte de su misión, la búsqueda de acuerdos básicos que incorporen perspectivas e intereses de ambas partes, y que se orienten a construir una visión compartida sobre la educación que los niños necesitan y esperan; o sobre los roles que cada uno podría jugar -complementariamente- en esa tarea común.

Y es lógico. Porque la posición familiar suele ser perci­bida por muchos educadores como intrín­secamente defectuo­sa, es decir, comúnmente errada, ambivalente, irresponsable, obsoleta, patógena, ignorante de las “verdaderas necesidades” de sus hijos e indiferente a sus dificultades de aprendizaje.

Naturalmente, como la experiencia cotidiana de trato con los padres parece confirmar esta imagen, dado que no asisten cuando se les convoca, no cumplen con lo que se comprometen, no colaboran con sus hijos como el profesor lo espera, plantean demandas fuera de lugar o exhiben numerosos conflictos internos, así como una terrible dificultad para resolverlos; muchos se preguntan con sinceridad, ¿cuánto podría haber realmente de legítimo y, por lo tanto, de recuperable en la perspectiva de muchos padres?.

Por el contrario, todo pareciera indicar que el único camino lógico que les quedaría -a la mayoría al menos- es tomar nota de las indicaciones de los maestros y/o de los psicólogos escolares, y cumplirlas al pie de la letra, por el bien de sus hijos. Es decir, más que consensos, se busca acatamientos. A menos que llamemos consenso a que los padres manifiesten acuerdo con todo cuanto se les dice y exige desde la escuela.

Pero son muchas las familias que consienten y refuerzan esta postura de subordinación, al depositar en la escuela todas las responsabilidades y todas las prerrogativas en la educación y en la socialización de sus hijos. Lamentablemente, esta suerte de cuasi abdicación de los roles y responsabildades paternas es a su vez alimentada por la escuela, al demandar sistemáticamente a los padres el cumplimiento de un papel subsidiario. Es decir, al presionarlos a ejercer como docentes auxiliares en casa, invirtiendo los escasos tiempos de encuentro familiar en experiencias de persecusión, hostigamiento, exigencia, reprensión y censura, en nombre de la buena educación y de la responsabilidad.

Paradójicamente, creo que esta forma de mirar a las familias y de concebir su rol en la educación de sus hijos es el principal obstáculo a la participación. Mientras les sigamos demandando cooperación más que complementariedad, permaneceremos en la lógica de la adecuación de su visión a la visión de la escuela; y esto generará más resistencia o más subordinación. Hablar, en cambio, de construir una visión compartida, en el sentido que lo propone Peter Senge, es colocarse en la lógica de la construcción de acuerdos, que supongan para ambas partes replantear su manera de funcionar como sistemas. Y por lo mismo, replantear sus propios roles y redefinir el concepto de calidad de las experiencias de aprendizaje que, en ambos espacios, se necesita garantizar a los niños.

Debo admitir, sin embargo, que la postura de la demanda de cooperación no resulta fácil de rebatir. Porque forma parte de un sistema de creencias profundamente anclado en un cierto sentido común que padres y educadores compartimos, reforzado en las tendencias más etnocéntricas de la cultura, largamente alimentado por ciertos enfoques -más bien individualistas y mecanicistas- de la psicología escolar; pero retroalimentados también por el paradigma epistemológico con el que solemos mirar nuestra propia experiencia, la que pareciera acumular evidencias a favor de una relación de supuesta causalidad, unilineal y directa, entre familias con problemas y niños con problemas al interior de las aulas.

Esta es la visión que me voy a permitir cuestionar, desde una perspectiva sistémica y constructivista, menos empeñada en aislar las variables del problema y más interesada, por el contrario, en relacionar hechos, actuaciones y circunstancias al interior de contextos significativos más amplios; intentando recuperar además la perspectiva de todos los actores.

Alguien tiene que tener la culpa

E.M. es una niña de 5 años que se niega a regresar al aula después del recreo. Cada vez que su maestra le pide entrar, ella se resiste gritando, insul­tan­do o lanzándole la lonchera e insiste en marcharse a casa. A la pregunta por las probables causas de este comportamiento, la profesora responde: «Ella es hija única, así es que ya se puede imaginar lo engreída que es. Pero eso no es todo. Tiene padrastro. Su madre es separada y el hombre con el que vive es su segundo compromiso. Además, yo sé que en su casa le hablan groserías a la niña».

El caso describe una típica conducta que desafía las reglas establecidas. A este tipo de conducta acostumbramos llamarle indisciplina. Pero aquella es tam­bién la típica explicación de esa conducta, construida por su profesora. Efecto y cau­sa. Indisciplina y familia. El fenómeno es ampliamente recurrente en cualquier es­cue­la o jardín, público o privado, pobre o rico, urbano o rural, del territorio nacional. La casuís­tica es exuberante.

La lógica de semejante razonamiento es muy sencilla: desde una perspectiva más bien jurídica, cada vez que ­detecta­mos algún problema en el comportamiento o el rendimiento de algún alumno, pensamos de inmediato que alguien tiene por fuerza que ser culpable. Y por supuesto, si nosotros somos los que asumimos el papel de fiscal y juez en el conflicto, no podemos, a la vez, ser responsables por la infracción cometida.

Es entonces cuando maestros y psicólogos nos ponemos rápidamente de acuerdo en dirigir la mirada escruta­dora a los dos únicos lugares imaginables como fuente de problemas en la escuela: el niño mismo o... su familia. ¿Dónde más podría estar la causa?.

La familia como invencible causa final

A.P. es un niño de siete años que le gusta mucho hablar de sus propias experien­cias en clase. La profesora declara que prefiere siempre la conversación a trabajar como sus demás compañeros, tal como ella esperaría que hiciese. Nuevamente, estamos ante un típico caso de transgresión de las normas. La maestra ha elaborado la siguiente explicación: «Veo que él no tiene interés en aprender. Además, su mamá también es muy habla­dora».

Este tipo de hipótesis es recurrente. Y es que, en efecto, la dificultad que repre­senta comprender la complejidad de las relaciones existentes entre el hecho que les preocupa y el contexto inmediato en el que se producen -es decir, entre la conducta del niño y la calidad de las interacciones y experiencias que ocurren en el aula- nos lleva muchas veces a la necesidad de fabricarle atribuciones causales arbitrariamente
[ii].

Y ha sido la psicología escolar la que ha proporcionado a los maestros un conjunto de nociones que les permiten realizar tales atribuciones desde una supuesta “base científica”, siempre además en una misma dirección. Así, la indisciplina o la pobre perfo­mance académica tiende a explicarse por lo general en razón de un sinnúmero de perturbaciones emocionales provocadas por la acción o la omisión de sus padres, cuando no por su historial médico personal.

Estas perturbaciones tendrían, a su vez, una fuente segura en una tipología familiar supuestamente alejada de los patrones considerados «normales». Así, los niños que son hijos únicos, que son hijos últimos, que están situados en el medio de dos hermanos, que son primogénitos, que tiene hermanos adolescentes, que tiene un hermano recién nacido; que son hijos de madre soltera o de madre divorciada, que no viven con su padre, que tienen padrastro o madrastra, que pertenecen a una familia muy extensa, que conviven con los hijos del segundo compromiso de su madre o del marido de su madre, que son criados por la abuela o por la tía, que tiene padres que pelean constantemente, que tiene padres que casi nunca se hablan, que tiene un padre que toma demasiado, que tiene una madre infiel... todos ellos (y la lista de casos podría continuar) estarían inevitablemente afectados. Lo que se expresaría necesariamente en una conducta «desa­dap­tada» al medio escolar: indisciplina, bajo rendimiento académico.

Desde esta lógica, incorporada al sentido común de los maestros y reforzada de buena fe por no pocos psicólogos escolares, los niños que provienen de algunas de estas familias padecen de «carencia afectiva». Esta necesidad de cariño generaría en ellos una «alta cuota de ansiedad», adoptando comportamientos indisciplinados dirigidos a «llamar la atención» de sus profesores y a demandarles una mayor dedicación personal.

Otros niños, en cambio, padecerían el síndrome opuesto. Es decir, tendrían problemas de «exceso de afecto», siendo sobreprotegidos, mimados y consentidos por sus familiares. Lo curioso de esta hipótesis es que las consecuencias de una situación semejante serían exactamente las mismas de la anterior: niños ansiosos y demandantes, habituados a llamar la atención de sus maestros y a esperar de ellos mayor atención individual.

Dicho de otro modo, los niños no se adaptan y fracasan en la escuela porque están engreídos por su familia. O porque no lo están. Porque le hacen demasiado caso. O porque no lo toman en cuenta. Porque están influenciados por modelos negativos de conducta familiar. O porque sus padres no representan ningún modelo verdaderamente influyente. Porque lo presionan demasiado. O porque no le exigen nada. Porque están todo el día al lado del niño. O porque nunca le dedican un minuto de su tiempo. Porque la ausencia del padre le provoca sufrimiento. O porque la presencia del padre es fuente de tensiones. Porque la madre es muy habladora. O porque no se comunica con él. Porque es el último hijo y por lo tanto el centro de todas las atenciones. O porque es el primogénito y por lo tanto es el centro de todas las responsabilidades.

Es una genuina fatalidad. Haga lo que haga, sea como sea, viva como viva, nazca donde nazca, desde una lógica como ésta, la familia siempre tendrá la culpa
[iii].

El mito de la familia feliz

Pero, cuidado. En esta socorrida argumentación causal hay una trampa. Y es una trampa fácil de desentrañar apelando rigurosamente al más simple sentido común. Para empezar, reflexionemos por un instante en qué momento aparece en nosotros el tema de la vida familiar de nuestros alumnos como una auténtica preocupación y como una necesidad de investigación.

Para ser sinceros, el tema no ocupa nuestra mente jamás... excepto cuando un alum­no muestra un comportamiento inquietante, que contraría nuestras expectativas. Recién entonces, la vida familiar de ese niño, antes oscura para nosotros, pasa al primer plano de nuestra observación y de nuestras especulaciones. Y, como en el caso de las rifas en las que hemos comprado todos los números, siempre sacamos premio. Porque resulta bastante improbable hacer una ecografía acuciosa a una familia cualquiera y no hallar ni el menor atisbo de una dificultad, de un conflicto o de un desajuste. Luego, esa será la falla señalada como causa del problema.

Pero, ¿qué ocurriría si colocamos de pronto el foco de nuestra atención en la vida familiar de los otros niños, de aquellos que no presentan ningún comportamiento “desadaptado” a las reglas de la escuela?. Para sorpresa de muchos, encontraríamos un panorama no muy distinto del observado en la otra orilla.

Es decir, familias con problemas. Padres con dificultades en la comunicación con sus hijos o en la administración equitativa de sus afectos, rivalidades entre hermanos, también hijos últimos o únicos o que viven solos con la madre, etc.etc.etc. Terca­mente, la enorme diversidad familiar existente en el país aparece y reaparece como telón de fondo de todos, absolutamente de todos los comportamientos humanos.

Como la observación de estos otros alumnos no se realiza -para qué indagar a los que no dan problemas- construimos, contrariamente, una hermosa suposición sobre su vida familiar, reforzada con énfasis cada vez que algún dato casual confirma nuestra profecía: los niños de buena conducta provienen de familias felices.

Digámoslo de otro modo. Un niño que se porta correctamente y saca buenas notas en los exámenes, es porque tiene un padre y una madre que no se ausentan de casa, que se preocupan por él y le dedican tiempo, que no lo presionan ni le crean problemas en función del humor que tengan en cada momento, que no demuestran preferencias por ninguno de sus hermanos, que jamás discuten delante suyo, que le conversan constantemente, que lo acompañan y estimulan en su tareas escolares, que le dan afecto en la dosis justa para que no se engría ni se sienta solo, que lo crían en perfecta coordinación de criterios, sin contradicción ni ambigüedad alguna. Es decir, es un niño que pertenece a una familia feliz. Integrada, armónica y bien constituida.

Naturalmente, cuando aparecen niños que logran buen rendimiento o buena conducta pese a pro­venir de hogares muy pobres, conflictivos, violentos o «desin­te­gra­dos», nos apresuramos a calificar el hecho de excepcional. O cuando censu­ra­mos con sorpresa la conducta conflicti­va de alumnos surgidos de fami­lias económicamente es­ta­bles, considera­das además modelos de virtud y de colaboración.

En realidad, aunque a muchos les suene extraño, nadie ha podido probar hasta la fecha que esta clase de familias pa­ra­digmáticas realmente exista o haya existido alguna vez, al menos entre las sociedades humanas conocidas de este planeta.

Ciertamente, existen familias menos conflictivas y más estables que otras, existen familias con mejor niveles de comunicación y de trato hacia los niños que otras. Pero lo que no existen son familias exentas de problemas. Y a los maestros nos basta uno, apenas uno, para confirmar nuestras previas sospechas: ¡ajá!, he ahí la causa de su desadaptación a la escuela.

Lo grave es que tampoco se ha podido demostrar que a un determinado tipo de familia -nuclear, extendida, incompleta, reunida, con hijo único, con numerosos hijos, etc- le corresponde necesariamente una misma cultura familiar e hijos con un mismo tipo de personalidad: difíciles, conflictivos, demandantes, engreídos, díscolos
[iv]...

De ser así, el sólo hecho de pertenecer a una determinada categoría familiar considerada «negativa» o fuera de lo normal representaría una suerte de condena, de estigma, de mal­di­ción, una determinación inevitable sobre la forma de ser y de actuar de sus hijos.

Creer que es así es esperar que ocurra así. Y los hechos pueden confirmar nuestro pronóstico. Estaríamos ingresando de ese modo al círculo fatal de la profecía autocumplida. Porque de una manera u otra vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para desafiarlos a comportarse de la única forma que en el fondo consideramos posible para ese niño.

¿Influyen o no influyen los problemas familiares?

Nadie en su sano juicio podría negar, sin embargo, que todo problema en la relación con los padres, hermanos y demás parientes va a influir siempre en el ánimo y la conducta del niño o de cualquier otro miembro de la familia. Pe­ro no está probado que un determinado tipo de familia e inclu­so que una determinada limita­ción de carácter fisiológico o neuro­lógico, determine en las personas -de manera mecá­ni­ca y necesaria- un determinado modo de ser.

No es científica, pues, la afirmación de que exis­ten clases de familias a las que corresponden ciertos tipos de niño. Las personas no somos fabricadas en serie, aún cuan­do provenga­mos, como es el caso de los hermanos, exactamente de la misma historia y expe­rien­cia familiar.

Son innumerables los casos -aunque nuestra memoria interesada no los registre en la libreta principal- de niños o adolescentes que persisten en sus «comportamientos inadecuados» dentro del espacio escolar, a pesar de haberse corregido en sus familias, con la mejor buena voluntad de sus padres, aquellos problemas señalados como su causa.

Cuando eso ha ocurrido, nuestros cañones han dirigido esta vez su puntería hacia el alumno, explicando la persistencia del conflicto en razón de un simple problema de mala voluntad. “No le da la gana a este muchacho”. “Son puras ganas de fregar”.

L.E. era una niña de 5 años que, repentinamente, empezó a negarse a tras­pasar la puerta de su nido. Curiosamente, los primeros meses del año había concurrido con entusiasmo. La psicóloga escolar citó a los padres. Mediante acucioso interrogatorio se esforzó por detectar algún problema en la vida familiar. Le costó trabajo. No parecían haber demasiados. Hasta que al fin halló uno: la niña se pasaba en la noche a la cama de sus padres.

Siguiendo estrictas recomendaciones, a partir de ese día se lo empezaron a impedir. Pasaron semanas y meses, sin embargo, y el problema persistía. Pero un buen día, la niña se animó a hablar: a mitad de año había ingresado un alumno nuevo al salón, quien empezó a capturar de pronto las preferencias de la maestra. La niña simplemente no quería volver a ver a quien ya no daba señales de seguir queriendo a todos por igual.

La corrección de ciertas cuestiones familiares mencionadas arbitrariamente como el origen de rebeldías, timideces, agresiones o exasperantes pasividades, obviamente, no producirá las soluciones anheladas en el aula. Más aún cuando la propia experiencia docente, aquí y en otras latitudes del mundo, demuestra que los alum­nos pueden aprender a con­vivir y a tener éxito aca­dé­mi­co, aún a pesar de afrontar crónicos e irresolubles problemas en la familia.

Porque esta es la inevitable condición del trabajo docente. Vivimos en un país donde las familias que padecen carencias básicas, incompletas o en crisis, constituyen legión. Y en donde no existe una sola familia que no se sienta afectada, de una u otra manera, por las limitaciones que impone un país con graves problemas de recesión y desempleo.

De acuerdo al último censo nacional, el 42% de hogares peruanos, cerca de 2 millones de fa­mi­lias, está viviendo en situación de pobreza, es decir, no puede cubrir las necesidades de alimen­tación o servicios básicos de sus miembros. Y cerca del 20%, unos 800 mil, tienen a una mujer como jefe de hogar, teniendo 350 mil de ellas la condición de separadas o divorciadas (33%) y solteras (12%). Si sumamos a estos datos la evidencia de que 59 de cada 100 niños en edad escolar viven en situación de pobreza, tendremos un dibujo más claro del escenario en que un maestro peruano debe cumplir su misión
[v].

Si pensamos que estas características, entre otras ya mencionadas, son causa de comportamientos inadecuados en la escuela, ¿tendremos que devolver a los niños a sus casas hasta que sus padres corrijan su condición estructural, mejoren sus ingresos para recuperar la serenidad perdida, se reconcilien con su perdido cónyuge o alejen a sus hijos de la nefasta influencia de sus engreidores abuelos?. ¿Tendre­mos que resignarnos a ofrecerles una educación y un trato de segunda categoría, esgrimiendo el argumento de sus limitaciones sociales y familiares?. ¿Es acaso imposible esperar una perfomance exitosa de la mayoría de los niños peruanos en su vida escolar, hasta que corrijamos como país nuestros viejos y terribles males históricos?.

El viejo cuento de arreglar la familia para corregir al niño

Pero ocurre que tampoco es cierto que las familias puedan corregir sus problemas a petición de parte. Aunque la inmensa mayoría de maestros, alentados con las invencibles nociones aportadas por la psicología escolar, insista en creer que sí.

El problema es serio. Honestamente convencidos de que la supues­ta raíz de la indisciplina o la medianía de sus alumnos es la familia, muchos maestros han hecho del cambio familiar una suerte de cruzada. Y han iniciado una siste­mática presión, abierta o sutil, sobre los padres para que acepten su culpa, corrijan sus defectos y cumplan con su deber, para que su hijo, en lógica consecuencia mejore en la escuela. Esta antigua creencia, sin embargo, se ha revelado también y hasta el cansancio como un mito.

Los propios terapeutas de familia, profesionalmente adiestrados en el arte de influir sobre ella, han podido comprobar cómo es verdad que las familias en general tienden a resistir de manera abierta o sutil toda presión externa que perturbe su manera de funcionar. Aún incluso cuando solicitan expresamente ayuda terapéutica para cambiar.

Las estrategias empleadas por los maestros en su relación con los padres de sus alumnos han tenido desde siempre un carácter mora­lista y culpabilizador; lo que ha hecho aún más difícil sus esfuerzos por rom­per las resistencias y estimular los cambios anhelados, en la gran ma­yo­ría de los casos. Más aún cuando las familias se han cansado de insinuar que jamás nos solicitaron intervención alguna para resolver sus conflictos; o no han mostrado el menor apuro ni interés por cuestionar sus estilos de vida. Cualquier recuento estadís­ti­co revelaría porcen­ta­jes de logro bastante exiguos en esta suerte de campaña incesante con­tra las familias supuestamente anormales.

Pero no terminamos de ren­dirnos ante la evidencia. Y seguimos alimentando fanta­sías de influencia exitosa, completa y rápi­da, confiados únicamente en nuestra buena voluntad y en la supuesta invencibilidad de los principios morales que nos animan.

Valdría la pena que los maestros y los psicólogos escolares echáramos un vistazo a los resultados logrados en el campo de la psico­te­rapia familiar. La propia expe­rien­cia clínica de los terapeutas adscritos a las corrientes más avanzadas de esta rama especializada de la psicología moderna, demuestra contundentemente que las familias no llegan a solucionar sus pro­blemas como efecto mágico de nuestra intervención
[vi].

Las familias resuelven sus pro­blemas -cuando los llegan a resolver- porque ellas lo quieren, hasta el grado que ellas lo permiten y, sobre todo, en el momento que pueden. No en los plazos que «deben» según nosotros, ilusionados en que el bajo rendimiento o la indisciplina del aula se arreglarán tan pronto como estén resueltos los conflictos en casa.

La solución de los problemas familiares tiene su espacio y su tiempo. Está en íntima relación con las posibilidades y límites de sus miembros, con la flexibilidad o rigidez de sus creen­cias, con las oportunida­des y riesgos que sienten tener para tomar de­cisiones. La tal solución pue­de demorar dema­siado. Puede adoptar las formas más inesperadas. O pue­de no llegar jamás. Hay familias que son enterra­das con sus resenti­mien­tos. Hay otras que los he­re­dan y que, lejos de resolverlos, los vuelven a legar
[vii].

Esto no quiere decir que no haya que ensayar algunas estrategias de influencia, allí cuan­do sentimos la necesidad de hacerlo en mérito al bie­nestar de nuestros alumnos. Tampoco quiere decir que el éxito nos esté vedado, sobre todo si hay receptividad y expectativa de parte de los padres y si sabemos elegir la estrategia más atinada para intervenir. Quiere decir, simplemente, que, dada la complejidad de las situaciones en las familias y lo impredecible de sus ritmos de cambio, cualquier modificación que consideremos necesario promover en este espacio, no puede seguir siendo vista como condición sin la cual no se alcanzaría modificación alguna dentro el espacio escolar.

Aprendiendo a mirar ­nuestro propio quehacer

Me permito sostener, con todas las modestias del caso, que la experiencia familiar de los alumnos, a pesar de afectar de manera insoslayable -en un sentido o en otro- su ánimo o la imagen que tienen de sí mismos, no constituye una influencia tan determinante como han creído desde siempre los padres de los padres de nuestros abue­los. O determinadas corrientes de la psicología clínica tradicional. Sin embargo, los conflictos y los fracasos existen. ¿Qué es entonces lo decisivo en el rendimiento y en la conducta del niño al interior de la escuela?.

Veintisiete niños de 6 años de un jardín estatal del sur andino peruano, estaban recibiendo de su maestra una hojita de papel, en la que ella había previamente dibujado la silueta de una manzana. La tarea: pintarla de rojo, sin salirse de la línea. A.H, de pronto, se puso de pié y partiendo la hojita en dos gritó a sus compañeros: «ya estoy harto de hacer estas cochinadas; vámonos mejor a jugar al patio». Dos niños de su mesa lo imitaron y, luego, el resto del salón. La maestra, recuperada de su asombro, fue a visitar a los padres de estos tres niños para investigar, por supuesto, qué problemas tenían en casa. Y regresó feliz con su hallazgo: ¡los tres eran hijos últimos!. Un «típico caso de sobreprotección»...

Los niños de esta historia estaban hartos de su maestra y de sus tediosas clases. Al romper la hoja de papel delante suyo, se lo estaban comunicando de manera transparente. Pero, por la dudas, se permitieron hacer aún más claro el mensaje, expresándoselo con palabras. Nada de eso fue suficiente para la maestra. Ella estaba empecinada en señalar a sus familias como las culpables del hecho.

Del mismo modo, la respuesta a la pregunta, ¿qué origina la indisciplina en las escuelas? ha estado delante de nuestras narices toda la vida. Pero hemos estado espectacularmente incapacitados para reconocerla. Una maestra de primaria con quince años de servicio, luego de escucharme en una conferencia reciente sobre disciplina escolar, se acercó desconcertada para hacerme la pregunta de su vida: «¿quiere decir entonces que en todos estos años, la que puede haber estado fallando soy yo?».

Mirar nuestro propio quehacer como el principal factor de los conflictos en el aula, nos resulta insólito, impensable, ocioso. Nos parece tan obvio que los problemas nacen en la familia o en las simples ganas del niño, que cualquier otra consideración, aún reconociéndose eventualmente como válida, pasa automáticamente a un segundo plano.

Y sin embargo, está demostrado por la biología el poder decisivo que tienen las interacciones entre un organismo vivo y su medio en la generación de los cambios que se producen en su propia estructura
[viii]. En un contexto escolar, las interacciones que se producen entre los diversos actores y la tarea común que define su identidad se llaman comunicación[ix]. Y ese el principal factor explicativo de todo comportamiento que acontece allí adentro.

1. LA INTERACCIÓN CON LA TAREA DE APRENDER. Empecemos por lo primero. Las actividades de aprendizaje -sentido y misión de la institución escolar y de la presencia misma de alumnos y maestros dentro de aquel espacio llamado aula- son usualmente mo­nó­to­nas, rutinarias, compulsivamente sobredemandantes, desprendidas de una currícula caren­te de utilidad práctica, de pertinencia cultural y de sentido histórico.

Es el carácter de esta tarea el que define en el aula re­la­ciones humanas marcadas constantemente por una emoción de aburrimiento, angustia o rabia en todos los actores de este drama. Estas emociones provocan crisis reiteradas, disparando en alumnos y maestros conductas de rechazo, evitación y huida. A los chicos no les gusta. A los docentes tampoco. Pero estamos tan acostumbrados a negarnos, que cuando el alumno A.P. demuestra una actitud más saludable y prefiere conversar sobre los hechos de su vida cotidiana, la maestra no oculta su sorpresa. No concibe un niño que no desee aburrirse como sus demás compañeros, en nombre del deber.

2. LA INTERACCIÓN CON LA PERSONA DEL MAESTRO. En segundo lugar, las relaciones que establecemos los maestros con los alumnos suele ser casi por definición una relación de subordinación. Uno es el que manda, los otros son los que obedecen. Uno es el que sabe, los otros son los que no saben. Uno es el que toma las decisiones, los otros son los que las acatan. Más aún, asumimos que el control del movimiento y la comunicación de los alumnos -dos impulsos vitales de primer orden en este período de la vida- como prerequisito para cumplir nuestra misión en las aulas. Todos quietos. Todos callados.

Claro está, ejercer de este modo nuestro rol implica un trato hacia el alumno inevitablemente rígido, distante, represivo, basado en la desconfianza, con diferencia de grados y matices, pero básicamente directivo y controlador. Y demás está decir que un trato de esta calidad, cuando no genera sumisiones exasperantes o depresiones crónicas, provoca rebeldías y resentimientos. Convierte el aula en una gigantesca olla de presión. Naturalmente, cuando estalle, reaccionaremos con asombro y extrañeza, y acudiremos presurosos al psicólogo escolar -si es que hay- para que investigue a la familia de los sospechosos.

3. LAS INTERACCIONES ENTRE LOS PROPIOS ALUMNOS. En tercer lugar, las relaciones que se establecen entre los mismos alumnos, sean niños o adolescentes, pueden estar marcadas o afectadas por la rivalidad, la hostilidad y el recelo. ¿Dónde se aprende a ser amigo?. ¿Quién propone a los muchachos en el aula un modelo de relación humana basado en el respeto, la confianza y la solidaridad?. El tema no forma parte de los planes y programas oficiales. Luego, no es tarea del profesor. A menos, por supuesto, que se estén matando, o que los líos lleguen a interferir con las clases. Recién entonces, intervenimos.

Pero un grupo humano compuesto por personas tan diver­sas, que comparte una tarea común a lo largo de un largo perío­do y conviviendo en el mismo espacio físico, o aprende a llevarse bien desde el primer momento... o sálvese quien pueda. Todos hemos leído el relato de César Vallejo sobre Paco Yunque. Todos hemos vivido la ex­pe­riencia de ser alumnos. Sabemos entonces que muchas transgresiones a las reglas escolares tienen su origen en la infinidad de conflictos que se viven a espaldas del maestro, en el espacio cotidiano de la interacción grupal.

En mi experiencia, estos son los tres componentes de las interacciones que habitualmente se producen en un aula de clases y son las que pueden convertirse en una fuente constante de problemas, es decir, en factores de indisciplina y en obstáculos directos al aprendizaje
[x].

Ensayando ver más allá de lo evidente

Introducir estas nuevas hipótesis en mi repertorio mental a la hora que enfrento un conflicto o una frustración en el ejercicio de mi rol, resulta sumamente útil porque me permite ampliar mis posibilidades de comprensión de los problemas.

Así, un niño que pega a sus compañeros ante la mirada com­placiente de varios miembros del grupo, ya no será el niño engreído por su mamá que cree que puede hacer en la escuela todo lo que le permiten en casa. Ahora puede ser visto como síntoma de un grupo poco cohesionado, subordinado a la autoridad hasta la parálisis, aún en situa­ciones de riesgo flagrante como la agresión de un tercero, incapaz de reaccionar con autonomía ante el peligro.

Un panorama así, más que expresión de problemas en el hogar podrá ser reconocido ahora como un indicador inequívoco del fracaso del maestro en la tarea de integración grupal, de fomento de la autonomía y de promoción de una conciencia básica de sus derechos como personas.

Del mismo modo, ya no creeremos que una niña que se resista a regresar al aula después del recreo y grite para irse a su casa, lo haga porque tenga padrastro y porque sea hija única de madre divorciada. Ahora podremos imaginar que su conducta no es sino la huida desesperada de alguien que no encontró adentro nada que la convoque, la involucre, que cautive su interés y la comprometa emocionalmente. Y esa será también nuestra responsabilidad. La de construir un clima de acogida y la de proponer actividades que entusiasmen a los niños.

Observar con curiosidad y escuchar con atención los deseos y sentimientos que las conductas de nuestros niños nos expresan en su dinámica presente: esa habrá de ser la única pista que nos permita entender y resolver con pertinencia aquellos comportamientos que nos pertur­ban en el aula, antes de apresurarnos en calificarlos como malos.

Porque es la que nos va a dar la información que necesitamos respecto a cómo están siendo percibidas las interacciones que acontecen en el aula y qué impacto están teniendo, por acción u omisión, en las emociones y en las conductas de los niños. Por lo mismo, es la información que nos va a permitir hacer cambios en el contexto y en el modo de relacionarnos todos los que formamos parte de él, incluyéndonos a nosotros.

REFLEXIONES FINALES

Si el lector que ha llegado hasta aquí acepta mis argumentos para desmitificar la creencia de que es la familia la que obstaculiza y perjudica el proceso de los alumnos y la labor del docente, convendrá conmigo en que quedan aún por resolver otras dos cuestiones esenciales: ¿cuál es entonces el rol que podemos proponer a las familias respecto a la educación de sus hijos y, específicamente, a su vida escolar?, y, ¿cómo construir consensos sólidos y efectivos en esa dirección?.

La respuesta a ambas preguntas, sin embargo, son materia de otro artículo. Baste por ahora empezar a ensayar una nueva forma de mirar nuestro papel como educadores, asumiendo el desafío del éxito en base a nuestras propias capacidades y no a lo que otros puedan o quieran hacer por nosotros. Pero asumiéndolo también con capacidad reflexiva y autocrítica, con disposición para afrontar con habilidad cualquier circunstancia adversa y renunciando a apelar a las inevitables crisis y conflictos familiares como una suerte de coartada.

Baste también ensayar una manera de relacionarnos con los padres ajena a toda pretensión culpabilizadora, centrada en la desaprobación y la exigencia, sorda a la visión que legítimamente poseen y comunican respecto de su propio rol. Convencidos que podremos influir sobre ellos con mayores probabilidades de éxito, si nosotros mismos nos mostramos auténticamente receptivos y permeables a sus preocupaciones, expectativas y angustias, aunque no siempre coincidamos en particulares puntos de vista. Y, sobre todo, si separamos los problemas que los alumnos enfrentan en el seno del hogar de aquellos que nosotros deberemos resolver por nuestra cuenta en el espacio del aula.

Aunque cueste trabajo aceptarlo, no es por la vía de la vieja demanda de cooperación que lograremos un sólido vínculo familia-escuela en beneficio de los niños. El rol de los padres es ser padres de sus hijos y ofrecerles en casa experiencias de encuentro y de comunicación de un signo distinto al académico. Más que colaborar con la tarea del docente, las familias deben ser complementarias con la escuela en la educación de los niños.

Esto nos exige a los educadores -entre muchas otras cosas- dejar de invadir el espacio familiar con tareas y responsabilidades que corresponden al ámbito estrictamente escolar; y convencernos más bien de la necesidad de abrir en el hogar oportunidades diferentes, caracterizadas por la gratuidad y el disfrute más que por la obligación. Y que permitan a los niños aprender a sentirse bien consigo mismos y con el grupo de gente que les ama.

Si para hacerlo tenemos que hacer reingeniería a una cierta personalidad profesional, cultivada de buena fe durante años, en buena hora. Pero hágalo sin angustias y sin prisas. La serenidad y la humildad, más que la desesperación por hacer todo distinto de una sola vez, es la que habrá de quebrar el espinazo -como demandaba Gabriel García Márquez- de esa vieja educación conformista, «concebida para que los niños se adapten a la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner al país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan»
[xi].


NOTAS

[ii] Desde el punto de vista epistemológico, Rupert Riedl seña­la lo siguiente: «Desde la época del escocés David Hume deberíamos haber adoptado el punto de vista de que ese por qué con el que queremos fundamentar una supuesta causa, no puede fundamentarse él mismo» (Rupert Riedl, Las consecuencias del pen­samiento radical; en “La Realidad inventada:, Paul Watz­la­wick y otros, Gedisa Editorial, Barcelona 1990, p.64). Desde el punto de vista de la comunicación humana, Watzlawick sostiene que la “falta de experiencias directamente aprovechables y la consiguiente incapacidad de abarcar a primera vista la naturaleza de la situación...lleva a todos los seres animados a aquella búsqueda inmediata de orden y clarificación... Dicho en otras palabras, el organismo en cuestión cree que hay una relación inmediata y perceptible... entre su comportamiento y los resultados que se siguen, cuando en realidad no existe tal relación” (P.Watzlawick, ¿Es real la realidad?, Editorial Herder, Barcelona 1986, pp.60-61).

[iii] Nuestro problema se complica aún más si tenemos en cuenta que la ciencia mo­derna, desde el descubri­miento de la cibernética, abandonó su antigua adhesión al paradigma aristotélico de la causalidad mecánica, unilineal y determinista. «La concepción científica de la realidad que emergió en el siglo XVII es en buena medida la responsable de nuestro idilio con la causalidad» (Lynn Segal, Soñar la realidad: el constructivismo de Heinz Von Foerster, Ediciones Paidós, B.Aires 1994, p.37). Desde el enfoque aportado por la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, hoy se acepta que tanto en el mundo natural como en mundo social, los aconte­ci­mien­tos se producen en res­pues­ta a un sistema interrelacionado de factores que se retroalimentan entre sí y no por el mágico poder de uno solo. La búsqueda de las causas últimas, sin embargo, ha llevado a mu­chos maestros y psicólogos a una estigmatización de la familia.

[iv] J.L. Encinas sostiene, citando a Coleman, que a pesar de “la gran cantidad de investigaciones sobre el tema, se carece de una información consistente sobre los efectos a largo plazo de las experiencias (familiares) tempranas”. Afirma además, desde su larga experiencia clínica como terapeuta familiar, que las familias -en su frondosa diversidad- han dado cuenta “de su capacidad de producir para cada modelo sus propias ventajas, rayas y rajaduras. Nada parece indicar que se ha logrado la versión perfecta” (José L. Encinas, Prohibido Pegar, AYNI-RADA BARNEN, Lima 1994, pp.55, 59).

[v] A estas alturas de la historia nacional, pareciera que algunos de nosotros seguimos esperando que nos arreglen el país para poder recién hacernos responsables de educar a los niños peruanos con algunas posibilidades de éxito. Pero nuestro país no es Suecia, Canadá ni Holanda. Muchos problemas que allí ya están resueltos hace décadas, aquí no verán solución en muchos años más. Salvo que emigremos a países del primer mundo, este es el contexto en que tenemos que ejercer la docencia, asumiendo allí el desafío del éxito profesional. Les ruego que revisen: Retrato de la Familia Peruana: niveles de vida 1994, Instituto Cuánto-UNICEF, Lima 1995; y el Estado de la Niñez, la adolescencia y la mujer en el Perú 1995, UNICEF-INEI, Lima 1995.

[vi] Ema Genijovich, terapista argentina de familia, con 20 años de experiencia clínica, sostuvo en conferencia reciente dictada en Lima, que el psicólogo debía aprender a valorar su rol con más humildad, pues era en la propia familia más que en la supuesta omnipotencia del terapeuta donde se encontraban las claves del cambio. Si así se autoperciben los profesionales entrenados en el arte de provocar cambios en la familia, ¿podemos aspirar a más los docentes?. Y si ni ellos ni nosotros poseemos tanto poder de influencia como habíamos creído, ¿consagraremos el desahucio pedagógico de los niños con problemas en la familia?.

[vii] Para Dugui, Macher, Mendoza y Nuñez, existen familias adaptativas o funcionales que “tienen límites bastante definidos y jerarquías netas y son capaces de establecer relaciones adecuadas con otros subsistemas de su entorno”; pero existen también familias inadaptativas o disfuncionales, en las que “límites y jerarquías se hallan pobremente definidos... se repliegan excesivamente sobre sí mismas, aglutinando a sus miembros y trabando su acceso a la autonomía”. Estos mismos psiquiatras recomiendan que “la evaluación de cualquier familia debe tener en cuenta el marco socio-cultural y el momento del ciclo vital en que se encuentre”; enfatizando que no “pueden ser entendidas plenamente por el simple proceso de comprensión de cada una de sus partes” (Pilar Dugui y otros, Salud Mental, Infancia y Familia, UNICEF-IEP, Lima 1995; pp.29-30, 41).

[viii] Siguiendo a Maturana, sostenemos que todos los seres vivos nos auto-determinamos en función al contexto concreto en que interactuamos (Ver Humberto Maturana y Francisco Varela, El Arbol de Conocimiento: las bases biológicas del entendimiento humano. Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1981). Quien decide qué conducta adopta frente a sus compa­ñeros, frente al profesor y frente a la tarea académica, es el pro­pio niño y no sus fantasmas familiares. Lo decide en res­pues­ta a las características concretas de las interacciones comunicativas que se producen en el aula y del significado que tienen para él, más allá de las circunstancias que haya vivido o esté viviendo en su familia. Según como estén configura­das las relaciones en ese es­pacio, el niño adapta­rá un determinado comportamiento, que no será el mismo que asuma en el contexto de su casa. El niño que pega de manera constante en el aula, lo hace porque puede pegar, es decir, porque el gru­po -y nuestro propio estilo de conducción grupal- ofrece condiciones favorables para eso. Ubicado en otro contexto escolar, con mayor capacidad de reacción que el de su aula de clases, ese niño podría pasar fácilmente de pegador a pegado... pese a conservar la misma caracte­rís­tica familiar.

[ix] En los círculos de educadores chilenos, este enfoque ha ganado mucho consenso. Se puede revisar a Cardemil y Spínola en Detrás del Pizarrón: guía para la revisión de la práctica docente, Ediciones CIDE, Santiago de Chile 1987. Me baso así mismo en la sistematización de los aportes de Bateson en el campo de la comunicación realizada por Watzlawick, Bavelas y Jakson, Teoría de la Comunicación Humana: interacciones, patologías y paradojas; Editorial Herder, Barcelona 1989.

[x] Desarrollo estos conceptos en “Aprendiendo a Convivir: estrategias para resolver problemas con los niños en la escuela y la familia” (UNICEF-IEP, 1995); y en un reciente trabajo: Resolviendo conflictos en el aula. Estrategias para solucionar problemas de disciplina escolar. UNICEF-Ministerio de Educación, Serie Para Discutir y Reflexionar # 3, Lima 1995. Sobre el valor de las interacciones como mediación decisiva para el logro de los aprendizajes básicos en cualquier experiencia curricular, véase el estupendo artículo de Danilo Ordóñez, “El cambio educacional en la tecnología educativa y el currículum”, en la Revista Educativa Loresa # 2, Nov.1996.

[xi] Gabriel García Márquez, Por un país al alcance de los niños (fragmento).