sábado, setiembre 10, 2005

Congelados a mitad del salto

Acerca de los riesgos que confrontan las vías abiertas con esfuerzo para el cambio educativo en el Perú

Congelados a mitad del salto. Así es como podríamos describir el destino actual de los imperfectos pero encomiables esfuerzos realizados durante la década pasada para transitar del viejo paradigma educativo centrado en la enseñanza, hacia el nuevo paradigma centrado en el aprendizaje.

En el fondo, como muchos educadores bien informados lo saben, detrás de las dificultades de esta transición ha estado siempre una tensión muy fuerte entre dos maneras de concebir el conocimiento y la propia condición humana: De un lado, una epistemología empirista, fervorosamente creyente en la objetividad del conocimiento, y una antropología racionalista, atrapada en la antigua visión aristotélica del ser humano y en su pasión por la lógica. De otro lado, una epistemología constructivista, tan antigua como Platón en la historia de las ideas, convencida de la centralidad del sujeto en el proceso del conocimiento, y una antropología post racionalista, basada en una visión multidimensional de lo humano y en un rescate del valor del factor emocional en la definición de nuestra identidad como especie.

En efecto, en todos estos años, detrás del esfuerzo fallido de muchos maestros bien intencionados por adoptar las nuevas pautas pedagógicas y los nuevos instrumentos didácticos, ha estado su honesta convicción de que su rol era ofrecer información, enseñar conceptos y corregir ideas erróneas. Así, lo esencial de su trabajo ha seguido estando centrado –característica de los denominados sistemas epistemológicos de primer orden- en el objeto de conocimiento y no en el sujeto que conoce ni en cómo conoce.

Es por esa razón que, a pesar de hacer trabajar a sus alumnos en grupo y emplear los bloques lógicos, la balanza o las tarjetas léxicas, muchos docentes se han seguido sintiendo en la obligación de evitar el error y anticiparse a las respuestas de sus alumnos, de absolver sus preguntas en vez de plantearles interrogantes, de preocuparse por que todo lo que digan o escriban sea «lo correcto» y no porque estén genuinamente convencidos de ello; de que imiten fielmente los procedimientos mostrados por el profesor aunque no los comprendan ni los hagan suyos.

Por lo demás, este pertinaz centramiento en la objetividad de lo que se debe conocer ha estado adicionalmente sesgado hacia la información, aún si se trataba de los aprendizajes curriculares más cualitativos, como la habilidad de narrar, describir o argumentar. Ha seguido importando más que los alumnos aprendan los contenidos de su narración o su descripción, que la maduración progresiva de su capacidad de narrar o describir. En general, todos los aprendizajes curriculares que representan habilidades de diverso orden, empezando por las competencias mismas, han tendido a ser rápidamente traducidos en contenidos de información, insistiendo en privilegiar la repetición de nociones, explicaciones y datos.

Ocurre que los maestros nunca llegaron a comprender del todo las diferencias profundas entre un currículo orientado al aprendizaje de cantidades de contenidos, y un currículo orientado al aprendizaje de calidades de desempeños. Muchos decidieron dar a las habilidades el mismo tratamiento que a la información –lo que significó persistir en el viejo hábito de «avanzar» y abordar la mayor cantidad de capacidades posibles en el tiempo disponible, sin detenerse en ellas ni mirar para atrás- y a reducir determinadas ejecuciones demandadas por el currículo a simples actividades, sin saber cómo lograr que su realización alcance las cualidades esperadas.

Esta distorsión se ha hecho más patente en el caso de las competencias mismas. El asunto es muy sencillo, mucho más sencillo de lo que algunas discusiones sesgadas hacia la antigua tecnología educativa e impregnadas de un academicismo agobiante han permitido vislumbrar. Cuando hablamos de competencias estamos hablando de desempeños que muestran una cualidad esencial: ponen en práctica de manera creativa y eficaz un conjunto de saberes, en función de resolver problemas o lograr propósitos en un contexto determinado.

Esta definición está en el currículo y tiene el respaldo de una abundante y sólida literatura producida por numerosos pedagogos de diversas regiones del mundo. Está implícita en la Conferencia de Jomtien, cuando la Declaración enfatiza rotundamente que los sistemas educativos deben satisfacer con efectividad un conjunto de necesidades de aprendizaje que se comprueben en una mejor capacidad de desempeño de la gente en su vida personal, social, laboral y ciudadana. Se lee en el Informe de la Comisión Delors cuando se destaca la imperiosa necesidad de desarrollar en las personas la capacidad de influir sobre su entorno, en situaciones diversas e imprevisibles, poniendo en práctica conocimientos teóricos y prácticos, tanto como cualidades subjetivas innatas o aprendidas, anticipando el futuro, afrontando y solucionando problemas, de manera individual y sobre todo en equipo, construyendo simultáneamente relaciones estables y eficaces entre las personas.

Nada más lejos de esta perspectiva que la pretensión de reducir el actuar competente al «hacer idóneo», una de las tres posturas que estuvieron en debate a fines de la década de los 90 y que ahora resurge sorpresivamente. En efecto, por entonces se discutía si acaso la competencia de una persona significaba exhibir un mayor nivel de dominio conceptual, procedimental y actitudinal, a secas; acaso su capacidad de resolver problemas haciendo uso del conocimiento; o, simplemente, el saber hacer eficaz. Esta última postura se mostraba en realidad como una obstinada –y gratuita- atribución al enfoque curricular oficial, insistiéndose en que ser competente sólo podía significar hacer cosas con efectividad y que eso, era utilitarismo neoliberal.

En honor a la verdad, las discusiones más fuertes estuvieron entre la primera y la segunda postura, que representaban dos posibilidades de desarrollo pedagógico muy diferentes. La tercera no hizo carrera porque en el fondo se trataba apenas de un mal entendido. Era un espejismo, nadie la defendía. Como si sólo se tratara de saber hacer bien algo. ¿Acaso la educación frontal y repetitiva no buscaba lo mismo? Los alumnos podían ser muy eficaces en la ejecución de una conducta determinada, si seguían al pie de la letra las instrucciones del profesor. La obediencia eficiente podía producir un comportamiento eficaz. No importaba cuan convencido estuviera el alumno o cuál sea su grado de comprensión, se trataba simplemente de mostrar externamente una actuación determinada que satisfaga los criterios del observador. Entonces, bastaba la imitación y la repetición ritual de la conducta inducida. Esta postura del «hacer idóneo» es la que algunos respetables colegas han vuelto a poner sobre la mesa, presentándola literalmente como la «rec­ta interpretación» del enfoque y buscando, por este simple procedimiento, dar por zanjado el debate.

Es necesario recordar que el actuar meramente práctico y efectivista ya fue postulado por los griegos hace muchísimos años de una manera semejante. A ese tipo de actuación Aristóteles le denominaba apoláustica o capacidad de acción produc­tiva, de fabricación de objetos u obras. Se trataba de un hacer técnico eficaz y mecánico, no necesariamente reflexivo. El actuar reflexivo guardaba relación más bien con el concepto de praxis, definida como el accionar humano activado por opciones, por decisiones, por la reflexión del hombre libre y responsable. La praxis era para Aristóteles, la capacidad de actuar de manera independiente, guiado por las propias ideas y por el propio conocimiento, un continuo actuar desde la reflexión y un continuo reflexionar desde la acción. Es esta última y no otra la perspectiva de un enfoque pedagógico orientado al desarrollo de competencias.

Para nosotros y para una legión de educadores con la mirada puesta en el futuro y no sólo en el pasado de la educación, una persona competente es una persona que usa la cabeza para actuar, no que se limita a actuar idóneamente a criterio de otro. Pregúntenle a los profesores Mauricio Pérez y María Cristina Torrado, de la Universidad Nacional de Colombia, al norteamericano Andrew Gonczi y al francés Guy Le Boerf, dos conocidos expertos internacionales en la materia, a los mexicanos Vázquez Esquivel y Pérez Rodríguez de la Universidad Tecnológica de Monterrey. Revísese la investigación reciente en el área de la psicología cognitiva, por ejemplo, a Brown y colaboradores, Lave, Prawat o el trabajo de Sternberg, de 1985, acerca de la inteligencia práctica y el de Scribner, relacionado con el aprendizaje en situaciones reales. Examínese con detenimiento la amplitud de la postura de Cecilia Braslavsky, consultora de UNESCO, sobre el enfoque de competencias en el conjunto de la región latinoamericana. Léase con seriedad la monumental obra de Howard Gardner y las aplicaciones educativas de un enfoque pluralista de la mente humana, que parte de entender la inteligencia como acción transformadora de situaciones reales.

Hablemos claro. Para resolver un problema o crear la ruta que conduce al logro de un determinado propósito, lo último que debo hacer es limitarme a seguir idóneamente una rutina preestablecida. Lo que necesito es pensar, revisar mis conocimientos y elegir las nociones que me pueden ser útiles para comprender la situación que debo resolver; buscar, seleccionar y relacionar la información que requiero y que puede estar dentro o fuera de mi caja craneana; hacer un rápido inventario y evaluación de mis habilidades y de mis propias cualidades personales; revisar las técnicas que conozco y sé usar, considerar si me sirven o si debo recrearlas; elegir además la actitud más pertinente a las características de la situación; y, finalmente, tomar mis mejores decisiones y actuar, pero observando críticamente mi propio desempeño, listo para reformular lo que convenga en el momento que sea necesario.

Desde esta perspectiva, el actuar competente ¿está acaso reñido con la reflexión, con la activación de un conjunto de procesos cognitivos, con el ejercicio activo de la capacidad de pensar? ¿no requiere acaso que la persona posea conocimientos, maneje información, domine estrategias, tenga habilidades, sepa discernir y elegir actitudes con lucidez y serenidad? Separar la acción del conocimiento es una vieja manía del pensamiento occidental y sirve ahora de argumento para decir que competencia y cognición son cosas distintas. Sería útil revisar con detenimiento las abundantes evidencias aportadas por la investigación en el campo de la psicología, que estudia el modo como las personas ajustamos nuestra conducta en situaciones de desafío. En particular el trabajo de Lazarus y Folkman, «Estrés y procesos cognitivos» (1986), ayuda a comprobar que la resolución de pro­ble­mas en cualquier orden de cosas, exige de la persona necesariamente una mente activa y atenta, además de una conciencia básica de las propias emociones, creencias y predis­po­si­ciones.

El drama ha estado en que los maestros durante todos estos años, inducidos por sus capacitadores sin duda alguna, han privilegiado de manera definitiva el «conjunto de saberes» que los alumnos deben aprender, pero no el desarrollo de su capacidad de «ponerlos en práctica para resolver problemas», impidiéndoles de ese modo alcanzar realmente la competencia deseada. Un ejemplo claro lo ofrece el abordaje de una competencia demandada por el currículo para el segundo ciclo de la primaria, la de «comunicar con claridad, oportunidad y coherencia sentimientos, intereses, opiniones y experiencias, ajustándose a los diversos contextos y situaciones de comunicación cotidiana y a los diferentes interlocutores». Esta competencia está muy bien formulada –lamentablemente no todas lo están, lo que ha contribuido a aumentar el ruido- porque define con claridad el desempeño esperado, especificando sus cualidades de realización y el contexto en que se debe producir. Pero los aprendizajes asociados a ella aluden puntualmente a la capacidad de opinar, conversar, exponer, entrevistar, narrar, relatar, describir, preguntar, etc.

No ha sido evidente para los maestros, sin embargo, que el logro de estas ocho capacidades no significa aún que el alumno ya sepa comunicarse eficazmente con interlocutores diversos y en situaciones distintas en el plano de sus ideas, tanto como en el de sus emociones y experiencias. En conjunto, representan el repertorio de recursos o saberes de los que deberá echar mano para comunicarse con otros con claridad, oportunidad y coherencia cuando la situación así lo requiera. Pero ¿en qué momento aprenden los niños a utilizarlos en función de ir madurando el desempeño esperado? ¿En qué momento aprenden a usarlos de manera reflexiva y creativa para resolver un problema real de comunicación en una situación no prevista? Hasta ahí no llegaron las capacitaciones, las pautas ni las metodologías ofrecidas. En realidad, nos quedamos congelados a mitad del salto.

Las competencias se desarrollan en la medida que se adquieren o consolidan ciertos aprendizajes específicos y, simultáneamente, que madura nuestra capacidad para hacer uso de ellos. Estos aprendizajes son de diversa naturaleza. Siguiendo a los españoles, aquí hablábamos de conceptos, procedimientos, actitudes; y aunque la mochila de recursos requeridos para actuar con competencia evidencia hoy la necesidad de más herramientas, lo cierto es que cada una de ellas tiene una vía distinta de acceso. Ningún educador podría desconocer, por ejemplo, que los conocimientos no se aprenden igual que las habilidades, que éstas últimas se aprenden de un modo distinto a las actitudes y que los procesos de adopción de un valor tienen características propias. Está fuera de discusión, además, que todos estos aprendizajes son indispensables para nuestros niños y jóvenes. Lo que sí merece discutirse es cómo y en función de qué se deben aprender. ¿Compartamentalizando todo otra vez y rotulando nuevamente una gaveta para cada cosa? No por favor, otra vez no.

En este punto la Conferencia de Jomtien fue clara y enfática: queremos que los aprendizajes se verifiquen en la vida de las personas, que se traduzcan en seres humanos que despliegan a plenitud sus más diversas capacidades, que saben tomar decisiones fundamentadas, que participan plenamente en el desarrollo de sus pueblos, que mejoran su calidad de vida, que viven y trabajan con dignidad, que saben aprender con autonomía durante toda la vida. En otras palabras, se trataba de aprender para mejorar la actuación de la gente en los diversos escenarios en que actúan. Así, aprendizaje y vida, conocimiento y acción, dejaban de estar diso­ciados.

Pero esta integración no era una prospectiva, se estaba hablando de hoy. No se trataba de pronosticar que conocimiento y acción se encontrarían, como siempre se dijo en la vieja escuela, recién en la vida adulta de los alumnos, en su «mañana más tarde», en ámbitos ajenos y alejados de su experiencia escolar, de su niñez y su adolescencia. El tiempo es hoy. Y es que el enfoque de competencias supone no sólo un tipo de currículo, donde los conocimientos y los valores no pueden dejar de tener un lugar visible, sino también un tipo de pedagogía. Se aprende a ser competente en la acción, en la acción reflexiva sobre la realidad, movilizando y utilizando los saberes que se poseen, pero enriqueciendo y ampliando también los conocimientos y habilidades existentes para mejorar la propia actuación, la capacidad de transformación y creación en contextos reales.

Las dificultades y desafíos del cambio
La UNESCO, en su evaluación de los últimos 20 años de intentos de reforma, señala con claridad cómo en toda la región latinoamericana, el empeño por renovar currículos y capacitar docentes desde la perspectiva del aprendizaje, del protagonismo del alumno y del nuevo rol facilitador del maestro, no lograron revertir la educación frontal. Lo que se produjo, más bien, fue una suerte de sincretismo restaurador, pues muchos docentes adoptaron el nuevo lenguaje y los nuevos instrumentos, pero sin abandonar su viejo papel de enseñantes ni conceder a los alumnos medio centímetro de protagonismo. La resistencia ha sido tenaz, ha adoptado múltiples rostros y ha constituido un extendido fenómeno en todo el continente.

Por lo demás, Juan Carlos Tedesco ha explicado hasta la saciedad cómo, en general, los procesos de reforma de nuestros sistemas educativos han estado siempre concebidos de arriba abajo –incluyendo la reforma peruana de los años 70- porque lamentablemente se comparte en la región la idea de que los maestros son sólo operadores de las decisiones que adoptan los planificadores y que basta con cambiarles las instrucciones en el marco de las capacitaciones ofrecidas para que actúen como el Estado ha dispuesto. El Perú no fue una excepción. Aquí y en muchos otros lugares, se enfatizaron didácticas, metodologías para el logro de aprendizajes específicos y, cómo no, formatos de programación curricular, obstinados en la antigua y funesta creencia de que los partidos se ganan en pizarra, no en el campo de juego.

El resultado ha sido llegar al siglo XXI con importantes sectores de maestros que, en el mejor de los casos, han aceptado trabajar de cierta manera porque la norma obliga, sin una convicción genuina respecto de si su nuevo quehacer representa realmente una mejora del anterior. Han aprendido los nuevos métodos, pero no han comprendido la necesidad de un cambio de rol; han adoptado los nuevos currículos, pero no han podido modificar su antiguo enfoque de la enseñanza y el aprendizaje; apoyados en la ambigüedad y las debilidades de los nuevos currículos, han construido sus equivalencias con sus viejos planes de estudio, atiborrados de objetivos desmenuzados y contenidos cada vez más específicos.

Pretender explicar la complejidad de este fenómeno de cambio y resistencia producido aquí y en muchos países como respuesta a las políticas educativas post Jomtien, en virtud de las ahora denominadas por algunos «confusas competencias fujimoristas», resulta a estas alturas una penosa demostración de simplicidad, prejuicio y desinformación, que no le hace ningún bien a quienes usan esto como argumento.

Cecilia Braslavski plantea que el desafío no es mejorar sino reinventar las instituciones escolares. El sistema está caduco. No obstante, la envergadura del reto demanda a su vez replantear las viejas corrientes de pensamiento educativo y los paradigmas que les sirven de núcleo, no aferrase a ellos considerándolos expresión de un conjunto de verdades objetivas e inmutables y pretender hacer reformas desde ahí. Se requiere ensayar nuevas conceptualizaciones, construir nuevas teorías, aunque esto disguste a quienes se sienten cómodos con las que ya conocen. Pero si bien es cierto, las maneras de ver y significar la educación han venido evolucionado continuamente, el dibujo de lo nuevo que se está gestando ahora no está terminado. Tomando la imagen del poeta Matthew Arnold, los educadores latinoamericanos podemos sentirnos muchas veces «vagando entre dos mundos: uno muerto, el otro sin poder nacer». En estas circunstancias, lo peor que podríamos hacer es ceder a la tentación de regresar. Y nunca más que ahora esa oscura e irresponsable tentación empieza a cobrar, como diría Benedetti, manos y rostros.

Los currículos, pedagogías y métodos adoptados hasta ahora por la educación básica merecen evaluarse porque necesitan corregir incoherencias y ser más consecuentes con sus propias premisas. Pero las limitaciones de un currículo en particular o de alguna metodología específica, no invalidan el enfoque pedagógico y epistemológico en que buscaron inspirarse. Un mal libro de matemáticas no descalifica las matemáticas. Lo que se requiere entonces es una discusión para avanzar, no una pelea de retaguardia. El desastre de un retroceso no está en la supuesta derrota de una postura teórica o ideológica, sino en la gravísima amplificación del desconcierto de una multitud de maestros que verían cumplidos sus peores pronósticos: tanto nadar y a un cos­to tan alto para el país, por el monto de dinero y de expectativas invertidos, para terminar regresando a la misma orilla de la que partimos y acabar ahogando allí toda la credibilidad y la confianza en las posibilidades del Estado para liderar de manera consecuente un movimiento de cambio educativo. Naturalmente, no faltará quien aplauda. Siempre será más cómodo para algunos volver a dejar las cosas como estaban antes y rogar para que nunca más vuelvan a tocarse.

Es importante tomar nota de que al lado de los maestros abiertamente resistentes u honestamente confundidos, ha sabido crecer en el Perú una vanguardia de docentes que apostaron por el cambio y empezaron a transformar de manera progresiva su práctica educativa, quizás a tientas y con errores, anidando aún incoherencias o desfases, pero depositando mucha fe en las posibilidades de rehacer la vieja escuela, de reinventar este anacrónico sistema educativo, de rediseñar la misma profesión docente, asumiendo con valor todos los riesgos. No obstante, habrá que advertirles con inevitablemente azoramiento que, una vez más, estamos al borde del camino que puede conducirnos de regreso, en dirección contraria de la historia.

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