viernes, setiembre 09, 2005

Los dilemas del cambio educativo en el Perú

¿Anonimato y uniformidad o redescubrimiento de la persona, la diversidad y la subjetividad?


Hace tres años concluyó uno de los programas estatales más ambiciosos de capacitación de maestros en servicio ensayados en el país, el llamado Plan Nacional de Capacitación Docente. Su activación en 1995 se sumó a otras decisiones de política dirigidas a mejorar la calidad del sistema educativo peruano: el equipamiento de las escuelas públicas con material educativo diverso y la reforma del currículo, así como la desconcentración y modernización de la gestión. La capacitación del magisterio, en lo fundamental, giró alrededor de dos ejes: el primero y más nítido, el aprendizaje de métodos activos, el segundo fue el currículo, específicamente, la adopción de formatos específicos de programación curricular y de metodologías facilitadoras de aprendizajes básicos, sobre todo en comunicación y matemáticas.

Este conjunto de cambios en los que se empeñó el Estado peruano partía de una convicción compartida con casi todos los países de la región: que este camino era suficiente para lograr las grandes transformaciones que las sociedades estaban demandando a sus sistemas educativos nacionales. Demandas que se expresaron con claridad en la Conferencia Mundial «Educación para Todos» efectuada en Jomtien en 1990 y que, en esencia, se dirigían a que cada persona, niño, joven o adulto, pueda estar en condiciones de aprovechar las oportunidades educativas ofrecidas no para satisfacer indicadores formales de eficiencia (matrícula, promoción, retención, grados acumulados) sino para satisfacer de manera efectiva sus necesidades básicas de aprendizaje. Este viraje radical hacia el aprendizaje era, en realidad, un viraje hacia el reconocimiento de la centralidad de los sujetos y suponía un cambio profundo a nivel de los enfoques y prácticas pedagógicas vigentes, muy orientadas a la formalidad de la aprobación de grado, volviendo indispensable la revisión de contenidos y de modalidades de enseñanza.

No obstante, tanto las mediciones nacionales de logros efectuadas a fines de los 90, como las últimas pruebas internacionales en las que participamos, han puesto en evidencia, al menos parcialmente, la grave inefectividad del sistema y la terca persistencia de los problemas que las políticas y programas hasta ahora implementados debieron empezar a corregir, en el espíritu de los compromisos adoptados en Jomtien. No disponemos a la fecha de un balance oficial y público de estas políticas, hecho que a estas alturas resulta lamentable, pero son abundantes los indicios recogidos en las escuelas a lo largo de todos estos años que muestran la persistencia de la vieja educación frontal, repetitiva y homogenizadora, desvinculada de la vida, así como de contextos institucionales autoritarios, impersonales, rígidos y reglamentaristas, que sirven de ambiente cotidiano a los aprendizajes.

Son igualmente claras las evidencias de una masa crítica al interior del magisterio, que se ha mostrado innovadora y flexible, abierta al cambio y dispuesta a afrontar los desafíos; pero es igualmente notoria la persistente mixtificación y las resistencias en amplios sectores. Este fenómeno, que necesita ser dimensionado, ha estado alimentado sin duda por las graves confusiones o contradicciones en las demandas de cambio formuladas por la propia autoridad educativa, en nombre de las nuevas políticas; pero también por propuestas de cambio que se quedaron al nivel de los procedimientos, sin problematizar las premisas en que se basaban sus antiguos hábitos pedagógicos. La experiencia de estos años ha mostrado cómo es posible asimilar los nuevos insumos (currículo, materiales educativos y repertorio metodológico), a las viejas prácticas frontales de enseñanza, basadas en el protagonismo pertinaz de un maestro que sigue asociando fuertemente su rol a la difusión del saber; y la evaluación de los aprendizajes a la réplica ritualizada de información, de procedimientos o de estereotipos de compor­tamiento.

El núcleo duro de los procesos pedagógicos vigentes

En el caso del Perú, la reforma curricular, el equipamiento de las aulas, la instrucción de los maestros en métodos activos y las relativas mejoras en la administración de un sistema fuertemente centralizado, siendo medidas necesarias, representaron virtualmente una simplificación pragmática de las nuevas demandas sociales a la educación. Todas ellas arrojaron como reporte de resultados un listado voluminoso de tareas cumplidas y metas de cobertura logradas, pero escasas evidencias de un impacto significativo en los procesos de enseñanza y aprendizaje. Menos aún, un análisis costo-beneficio que valide la estrategia global que se eligió, como una vía eficaz para lograr los objetivos que nos trazamos al iniciar la década.

La cuestión de fondo aquí es dilucidar dónde se encuentra exactamente el nudo mayor de los procesos de cambio de las prácticas educativas. Una perspectiva lo sitúa en las dificultades metodológicas del magisterio para implementar un determinado currículo, hecho que podría eventualmente resolverse con una mayor y mejor capacitación de tipo técnico operativo, la misma que ha venido ofertando hasta la fecha el Ministerio de Educación; o, complementariamente, con un enésimo cambio curricular. Desde esta postura, los cambios en las prácticas no son un problema y fluyen naturalmente de una adecuada comprensión del currículo y de los métodos que se deben utilizar para aplicarlo en el aula.

Otra perspectiva lo ubica más bien en las tensiones y resistencias características a los cambios paradigmáticos, que en el trasfondo de los procesos generados por las políticas, esta­rían interpelando un conjunto de premisas en las que ha venido apoyándose las identidades y el modo de vivir de una legión de personas, incluidos sin duda los maestros y los propios diseñadores de políticas educativas. En esta segunda hipótesis, habría una pugna abierta o encubierta entre maneras contrapuestas de concebir el conocimiento, la ciencia, la pedagogía, la comunicación, la inteligencia y la organización escolar, tanto como la etapa misma de la infancia y la adolescencia dentro del proceso del desarrollo humano. Desde esta postura, los cambios en las prácticas están trabados porque los actores no comparten la necesidad de sustituir su anterior manera de enseñar y perciben las nuevas demandas como una amenaza a su identidad y su rol.

Si el Estado peruano tiene hoy una nueva oportunidad para encausar los procesos de cambio educativo abiertos durante los 90, resulta esencial identificar los problemas que necesita resolver, para no reiterar viejos errores al costo de un enorme desperdicio de recursos públicos. Y para elegir las políticas y prioridades que le permitan retomar el espíritu reformador de la Conferencia de Jomtien y ampliar el margen de posibilidades de incidencia real en los procesos vividos al interior de las aulas. El cambio en la naturaleza de los procesos pedagógicos es uno de los desafíos de mayor envergadura para nuestros sistemas educativos; aunque debe ubicarse en el contexto de un reto mayor: a decir de Braslavsky, reinventar las viejas instituciones educativas y el propio sistema nacional. Estos cambios demandan a su vez trascender las corrientes de pensamiento sobre la educación y los paradigmas que les han servido de núcleo, en muchos casos, desde los inicios de la era industrial, ensayando nuevas conceptualizaciones, construyendo nuevas teorías[1] y, a la vez, diseñando políticas públicas que no se limiten a mejorar lo que existe sino a recrearlo desde abajo, con sagacidad, audacia e imaginación.

La epistemología originaria de los sistemas educativos

Seiscientos años antes de Cristo, Lao Tzu decía a quienes enviaba a asesorar a las provincias chinas, «vayan donde esté la gente, aprendan de ella, muéstrenle su amor, partan de lo que ya sabe, construyan sobre lo que ha hecho, y cuando hayan terminado vuestra tarea sabrán que han sido exitosos cuando ellos digan ‘Lo hicimos nosotros mismos’». Considerado uno de los fundadores del Taoísmo, Lao Tzu inauguraba en el oriente una tradición pedagógica profundamente empática e interactiva, que partía del reconocimiento del otro como sujeto, de la confianza en sus potencialidades y saberes previos, de la necesidad de su protagonismo y, al mismo tiempo, de una concepción más lateral y circular del rol del educador. Casi doscientos años después, Protágoras, considerado el primero de los incomprendidos sofistas, fundaba en Grecia el primer ensayo constructivista sobre el conocimiento al sostener que «el hombre es la medida de todas las cosas: de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes». Protágoras no hablaba ontológicamente de la consistencia material de los objetos, sino del conocimiento de las “cosas de la vida”, de las que hablan a diario los humanos, otorgándoles sentido, atribuyéndoles desde su propia perspectiva su "medida" y función.

Pero no es esta la tradición pedagógica ni epistemológica en la que se fundan los sistemas educativos nacionales hacia finales del siglo XVIII, los que siguen más bien la concepción platónica de la verdad concebida como entidad objetiva, situada por fuera de los hombres. Cuando se consolida la tendencia a ver más bien al ser humano desde las cosas, desde su supuesta objetividad e inmutabilidad, así como a medirlo por ellas, es cuando se afirma el empirismo, paradigma cuya influencia desde el siglo XVII ha sido enorme en el pensamiento occidental. El empirismo nos propone un mundo sin sujeto, un mundo al alcance de nuestros sentidos y aparentemente aprehensible sin ninguna contaminación subjetiva, colocando la importancia del objeto del conocimiento por encima del sujeto que conoce y del modo peculiar en que conoce. Desde esta epistemología, es absolutamente coherente proponer la enseñanza y el aprendizaje como un fenómeno lineal y unidireccional, donde el primero –en tanto refleja y transmite la objetividad del conocimiento- es causa determinante del segundo. Si el sentido de las cosas ya está dado y el sujeto que conoce no le aporta nada, el estudiante debe limitarse a repetirlo. La interacción maestro alumno no tendría así función alguna, pues a diferencia de lo que pensaba Montagne, la educación resultaría equivalente al simple acto de llenar un vaso.

Naturalmente, esta racionalidad empirista centrada en la verdad de los objetos –trasfondo de la tenaz persistencia de la enseñanza frontal al interior de nuestras escuelas- ha sido fuertemente cuestionada también desde la filosofía y la ciencia contemporáneas. Kant sostenía que «La desgracia de la existencia humana comienza cuando se considera lo sabido científicamente como el ser mismo y cuando todo lo que no es posible saber de modo científico es tenido por no existente». Con sabia humildad, Russell afirmaba por su parte que «Lo único que tenemos es una construcción hecha de percepciones». El propio Einsten, desde la física, reconocía en 1926, en una carta dirigida a Heisenberg, que «es imposible recoger en una teoría sólo magnitudes observables, es más bien la teoría la que decide lo que uno puede observar».

La reivindicación del protagonismo del sujeto en el proceso del conocimiento, principio que justifica la centralidad del acto de aprender al inte­rior del hecho educativo, así como la necesidad del educador de comprender en toda su complejidad el rol de la subjetividad humana, no representa ni un invento contemporáneo de la psicología cognitiva ni una moda didáctica de los 90, sino la recuperación de una vertiente muy antigua en la historia de la filosofía y de la pedagogía, que reconoce el rol determinante de las personas en la producción del conocimiento. No obstante y más allá de las profundas transformaciones en el paradigma de la ciencia, nuestros sistemas educativos en lo esencial parecen haber permanecido fieles a su origen histórico, anclados a una concepción objetivista del conocimiento que lo separa de la vida, los restringe a difundirlo, amalgama y vuelve invisibles a los sujetos que lo reciben y considera la interacción con ellos un factor irrelevante para el aprendizaje de cualquier saber universal.

La crisis de los sistemas educativos

Es útil recordar que desde el siglo XVII, Kepler, Descartes y Newton, comparaban el universo con un mecanismo de relojería, expresando la fascinación de la época por el funcionamiento de las máquinas[2]. Tomando este modelo, Federico el Grande, rey de Prusia en el siglo XVIII, revolucionó el concepto de la formación militar, estableciendo criterios de estandarización, uniformidad y entrenamiento en su propio ejército, convirtiendo al soldado en un autómata, semejante a una pieza reemplazable por otra idéntica. En el siglo XIX, serán los industriales quienes usen este mismo referente para diseñar sus organizaciones productivas, instituyendo la llamada «línea de montaje», capaz de obtener a velocidades cada vez mayores un número igualmente creciente de objetos iguales, apoyadas en trabajadores también intercambiables y preparados para ejecutar tareas repetitivas bajo las órdenes de jefes externos al proceso.

En los albores del siglo XIX, las clases dirigentes tampoco resistieron la tentación de trazar un sistema escolar siguiendo el criterio de la línea de montaje. Se organizó el proceso educativo en etapas separadas llamadas grados, distribuyendo niños en ellas según su edad y asumiendo que cada estamento pasaría en bloque al siguiente nivel en el mismo plazo. Las escuelas se diseñaron para funcionar a velocidades uniformes, con programas rígidos de actividades y en horarios comunes, basadas en currículos estandarizados. Así, la escuela pública obligatoria nació para barrer con la diversidad y homogenizar las diferencias, pues tenía la misión de formar ciudadanos de un mismo Estado, aún al precio de destruir los dialectos locales de los estudiantes, como en la Francia del siglo XVIII. Aún en el siglo XX, durante los 50, las escuelas norteamericanas afrontaron el bajo rendimiento de los hijos de inmigrantes, que venían de otros ambientes socioculturales y hablaban otro idioma, enfatizando el aprendizaje del inglés. Se asumía tácitamente a la diversidad cultural como una perturbación a la construcción de la unidad nacional[3]. Bajo este sistema, además, los niños aprendían sobre el mundo para acomodarse funcionalmente a él, no para controlarlo o transformarlo. Este modelo de escuela estaba separado de la vida diaria, gobernado autoritariamente y orientado a generar un producto estándar: «el insumo de trabajadores que se necesitaban para las fábricas y oficinas de la era industrial y tan dependiente de mantener el control como los ejércitos de Federico el Grande»[4].

Braslavsky señala que a fines del siglo XIX los sistemas educativos nacionales estaban organizados en base a dos ejes: la secuencialidad de niveles según edad y la jerarquización de conocimientos y habilidades intelectuales. Nadie discutía que, además de transmitir conocimientos, estos sistemas cumplían un rol esencial en la difusión e internacionalización de pautas y valores sociales dominantes, formando ciudadanos con una identificación nacional común[5]. Para nuestros países, que heredaron de su pasado colonial divisiones y desigualdades profundas, la función de integración y homogenización del tejido social cobraba gran relevancia. Pero este sistema así concebido y organizado entró en crisis en el siglo XX por cuatro motivos.

a) La expansión del sistema. Una primera razón estuvo en su expansión masiva, hecho que aparece tardíamente luego de la segunda guerra mundial, asociado al nuevo rol social del Estado como impulsor del desarrollo y el bienestar general; lo que trajo consigo complejidades cada vez más inmanejables que no le permitieron cumplir sus objetivos básicos. Al dar acceso a los sectores más pobres, campesinos, obreros industriales, bajas clases medias, antes excluidos de este beneficio y con un capital cultural distinto al de las elites más ricas e instruidas, una enseñanza estandarizada basada en lenguajes y códigos culturales no familiares y hasta contradictorios a los de los nuevos alumnos, entró en crisis, multiplicándose el fracaso escolar, sobre todo entre los pobres y conforme avanzaba en su trayectoria escolar.

b) El desborde de los aprendizajes formales. Una segunda razón, más destacada durante el último tercio del pasado siglo, fue la evidencia de que se necesitaba seguir aprendiendo a lo largo de la vida laboral, lo que significaba que el avance en los niveles preestablecidos del sistema educativo cada vez aseguraba menos el acceso a opciones laborales. Esto desgastó la noción de secuencialidad como mecanismo que aseguraba los conocimientos que daban acceso casi directo al mercado de trabajo. Además, el modelo agro exportador que rigió nuestras economías hasta inicios del siglo XX requería una mano de obra no calificada. La educación no se engancha con procesos de industrialización sino tardíamente, limitándose a aportar a la economía con la formación de las burocracias y el sector de servicios[6]. De otro lado, el trabajo se empezó a volver más inestable y el acceso al mercado laboral cada vez más difícil.

c) Los cambios sociales de la posguerra. La tercera razón fueron los cambios sociales. Durante el siglo XX, especialmente después de la segunda guerra, la familia y la sociedad experimentaron cambios profundos, mientras que la institución escolar permaneció casi inalterable. Así, las relaciones intergeneracionales se redefinen y empieza a darse un margen de decisión mucho mayor a los más jóvenes, la familia tiende a nuclearizarse y la sensibilidad de los adolescentes sobre los acontecimientos sociales se vuelve cada vez mayor. La legitimidad del viejo rol pasivo dependiente asignado al estudiante o aprendiz empezó, pues, a resquebrajarse.

d) El cambio del paradigma científico. Una cuarta tuvo que ver con los cambios en el paradigma científico. Durante la primera mitad del siglo XX empieza a cuestionarse el concepto clásico de una “ciencia última” que implicaba la posibilidad de una descripción objetiva del mundo, en la que no había sujetos, a partir de dos tesis que representan un giro en el pensamiento científico: primero, las observaciones de la realidad no son absolutas sino relativas al punto de vista del observador (teoría de la relatividad de Einsten); segundo, estas observaciones afectan a lo observado hasta eliminar la esperanza de predicción del observador (principio de incertidumbre de Heinsenberg). Una de las derivaciones más relevantes de estos hallazgos es la «teoría del caos», que explica por qué sistemas que siguen leyes inmutables no siempre actúan de manera predecible y regular, pudiendo producir comportamientos que parecen aleatorios. Estas irregularidades, que parecen conducirlo al desorden y a la imprecisión total, significa que no hay certezas absolutas, que el mundo es complejo y que nuestras soluciones deben tener una complejidad equivalente a la del problema, cuestionando la tendencia a buscar respuestas simples a problemas complejos o a tratar las incertidumbres como si no existieran.

El reconocimiento de los sujetos: nudo de las reformas educativas latinoamericanas

Frente a este panorama de cambios, la pregunta que surge es si las políticas de reforma de los sistemas educativos en América Latina, particularmente en el último cuarto del siglo XX, aceptaron como premisa este desfase histórico irreversible de sus instituciones, o si se limitaron a introducir mejoras en lo existente, sin tocar la cultura que le servía de base.

a) Mejorar sin que nada cambie. Según Mc Ginn, la mayoría de países han intentado reformas a sus sistemas educativos durante la segunda mitad del siglo pasado, siendo posible que hayan logrado progresos. Si se toman en cuenta medidas de cantidad y calidad de insumos, hoy en día las escuelas son mejores que hace 40 años pues sus docentes están mejor entrenados, las clases son más pequeñas, más alumnos acceden a libros de texto, siendo que estos son de mayor calidad; los currículos han sido actualizados sucesivas veces en base a los avances de la psicología cognitiva y las ciencias, hay menos analfabetos y el nivel promedio de educación en la población ha crecido continuamente. No obstante, en América Latina la insatisfacción con la educación pública es generalizada.

Las críticas apuntan no sólo a una desigual e insuficiente distribución de recursos, sino a los bajos niveles de rendimiento, la mala preparación para el trabajo y una muy deficiente formación ciudadana, lo que revela la incapacidad del sistema para preparar a los jóvenes para enfrentar los retos y oportunidades del mundo de hoy. Es evidente que las mejoras no han bastado para resolver los viejos problemas y afrontar los nuevos desafíos en el plano social y económico. Paradójicamente, «las escuelas, alguna vez pensadas para ser mecanismos eficientes de selección del liderazgo de sociedades relativamente estables son, hoy día, curiosas antigüedades viviendo fuera de su tiempo útil»[7]. La crisis, dice Mc Ginn, fue percibida hace poco más de 30 años y su anuncio se hace cíclicamente, aún a pesar de las reformas ensayadas o la evidencia de un mayor acceso y mejores insumos disponibles. El problema, señala, es que estas reformas no han respondido realmente a la diversidad y profundidad de nuevas demandas planteadas a la educación, sembrando ellas mismas la semilla de sus fracasos posteriores.

b) Itinerario de las reformas en la educación latinoamericana. La UNESCO ha hecho una crónica de estos esfuerzos[8]. Al inicio de los 80, nuestros países se declaraban interesados en cambiar los currículos, buscando que respondan a las necesidades e intereses de las comunidades. Se destaca la importancia de una pedagogía centrada en la creatividad y fundamentada en la investigación. A inicios de los 90, los cambios pedagógicos se subordinan a la gestión y se insiste nuevamente en una reforma curricular basada en las necesidades básicas de aprendizaje, como clave de la calidad. Se propone centrar la atención en los aprendizajes antes que en la enseñanza, un rol docente más técnico pedagógico que transmisor y se enfatiza la adquisición de competencias básicas. Se recomienda priorizar la formación integral, promoviendo valores e incluyendo objetivos transversales relativos a la capacidad de conocerse a sí mismo, relacionarse solidariamente con otros e interactuar respetando el entorno natural y cultural.

En los 90, la reforma curricular fue impulsada con la ilusión de mejorar así la calidad educativa, aunque incluyendo esta vez reformas algo más amplias. Veintidós países realizaron cambios curriculares importantes, superaron el modelo basado en objetivos operativos dosificados por grado: y se esforzaron por centrarse más bien en las necesidades básicas de aprendizaje, la formación ciudadana y la preparación para la vida. El acento se puso en el desarrollo de capacidades o competencias en un ciclo de 2 o 3 años. Pero estas fueron las intenciones. Según la UNESCO, estos cambios fueron poco significativos, en algunos países no llegaron a implementarse o fracasaron por falta de recursos, la mala formación docente o su escaso compromiso. Observa que la importancia otorgada a los currículos estuvo sobredimensionada, asumiéndose que su renovación arrastraría por sí misma el cambio de las prácticas.

c) El impacto en los procesos pedagógicos. Un común denominador a estos cambios ha sido la redefinición del proceso pedagógico desde un enfoque epistemológico constructivista, marco de las reformas curriculares. Habiendo hecho un giro drástico de un currículo centrado en contenidos proposicionales a otro orientado al desarrollo de habilidades complejas, estas reformas destacaron la necesidad de lograr aprendizajes significativos, desterrando los aprendizajes mecánicos y repetitivos. Se enfatiza la actividad y el protagonismo de los alumnos, la importancia de sus conocimientos previos, el aprendizaje cooperativo, así como la autonomía y la autorregulación de su proceso de aprendizaje. En todos los países se promovieron cambios metodológicos para lograr la participación activa de los estudiantes en su aprendizaje, así como el nuevo rol del docente como mediador y facilitador. Se difundió mucho el trabajo de proyectos, la organización de rincones, técnicas de aprendizaje cooperativo y prácticas de autoevaluación de los estudiantes. Se partía de la premisa de que el acceso a métodos que facilitaran la actividad y el razonamiento de los alumnos y la relación entre los contenidos de las diferentes áreas curriculares, los antiguos procesos pedagógicos podían transformarse radicalmente.

Pese a estos esfuerzos, UNESCO señala que aún no se han producido cambios significativos en la enseñanza. El enfoque fue mal comprendido y los centros de formación magisterial conti­nuaron instalados en la vieja tradición pedagógica frontal, discursiva y repetitiva. En numerosos países los profesores no han hecho suya esta concepción, pues no les ha resultado fácil manejar procesos que corresponden a aprendizajes más cualitativos, coherentes con las capacidades demandas por los nuevos currículos. Tampoco aciertan en el trabajo de los temas transversales ni en la evaluación de logros. Por el contrario, la pedagogía frontal, orientada a la transmisión y la repetición, ha revelado la profundidad de sus raíces, su fijación en la práctica docente como un modelo mental que sigue encontrando extraña, inne­cesaria y ame­nazante la participación activa de los alumnos, su mayor visibilidad y su interacción colaborativa.

Factores de las resistencias al cambio paradigmático

Las capacitaciones a docentes fueron insuficientes, pues una instrucción técnica en metodologías no cuestiona necesariamente los viejos roles al interior del aula, ni las creencias previas respecto de cómo se producen los aprendizajes. Tampoco equivalen al desarrollo de las habilidades pedagógicas requeridas para ejercer un papel más interactivo y hacer un uso más diestro de los nuevos procedimientos. Pese a la incorporación de nuevas metodologías y de currículos más cualitativos, la superación de un paradigma que privilegia el objeto de aprendizaje por encima del sujeto que aprende, es decir, de un proceso pedagógico centrado en los contenidos de enseñanza antes que en la calidad de la participación de los alumnos en su aprendizaje, no se ha llegado a producir ni se ha impulsado de manera consistente.

El fenómeno necesita explicaciones razonables, si aspiramos a encontrar opciones de política más útiles para revertirlo sosteniblemente. Castro Silva sostiene que «la superación de la situación en que se encuentra actualmente la enseñanza en nuestro continente nada tiene de fácil. Obran como obstáculos del cambio, en primer lugar, la legitimidad histórica y proyecciones que tuvo el paradigma educativo que actualmente se intenta abandonar en la conformación de la cultura escolar vigente. En efecto, un sistema educativo de administración centralizada, burocrática y frecuentemente de rasgos autoritarios, que aislaba a la escuela y la enseñanza respecto de otros sectores de la actividad pública y de la sociedad, que ofrecía enseñanza homogénea para poblaciones heterogéneas y que sobreponía el papel de la enseñanza al del aprendizaje, no fue arbitrario en sus orígenes toda vez que contribuía a la cohesión política y cultural de los nacientes estados nacionales, y fue sin duda funcional a las demandas de adaptación personal exigidos por el mundo agrario y los preliminares de la sociedad industrial»[9].

Podemos observar a inicios del siglo XX similares dificultades en el tránsito del «espiritualismo pedagógico», de tono conservador, asociado a la enseñanza de la religión católica y a los fundamentos oligárquicos de los regímenes que promovieron la escuela moderna; al «positivismo pedagógico», que empezó a teñir la formación de los docentes en las escuelas normales. Pese a que éstas instituciones adoptaron un modelo de orientación positivista para combatir al tradicionalismo «espiritualista», no lograron socavar su vigencia histórica, conviviendo con él y produciéndose mixturas extrañas. En realidad, el llamado «normalismo», armado de la verdad científica, también pretendía un sistema homogéneo, ignorando las diferencias entre los sujetos que aprenden, basado en un control fuerte y una administración escolar muy centralizada[10]. Aún movimientos como el de “Escuela Nueva”, la corriente innovadora más importante después de la creación de la escuela pública, que postulaba una pedagogía centrada en el niño y no en la tarea directiva e instruccional del maestro, representó un pensamiento marginal hasta después de la II Guerra Mundial, época en que reingresa al escenario pedagógico latinoamericano. No obstante, estas ideas tan presentes en los movimientos reformadores de fines del siglo XX, tampoco lograron herir de muerte las posiciones tradicionales, tenazmente centradas en el protagonismo del que enseña y en el pasivo anonimato del que aprende.

En verdad, las dinámicas de transformación estructural en Latinoamérica, política, social y económica, no han correspondido necesariamente con transformaciones afines en los modelos ni en las políticas educativas. Los cambios en la naturaleza del Estado y de la economía han convivido con una escuela obstinada en socializar a sus estudiantes para un tipo de sociedad ya fenecida. Como reitera Torres, las formaciones sociales y económicas no mueren de un día para el otro, sino que se superponen, sobreviven al paso del tiempo y cohabitan amalgamadas con una persistencia a veces incomprensible para el entendimiento común.

La otra razón de fondo es que el espacio del aula, el encuentro entre los sujetos de carne y hueso que protagonizan la acción cotidiana dirigida a generar aprendizajes, no ha estado en el centro de los grandes procesos de cambio educativo. Así lo reconocieron los ministros de educación de América Latina reunidos el 2001 en Cochabamba, Bolivia, haciendo el balance de 20 años: «Los esfuerzos que vienen realizándose por transformar los sistemas a través de las reformas educativas en marcha, de poco servirán si no se logran cambios en los actores y en las prácticas educativas. Esto implica centrar la atención en la calidad de los procesos pedagógicos vinculando la gestión a la mejora de dichos procesos y a sus resultados, facilitando condiciones necesarias para que las instituciones educativas sean adecuados espacios de aprendizaje para los alumnos»[11].

Si los motivos que crearon la escuela como institución pública nacional fueron políticos, socia­les, económicos, administrativos y hasta religiosos, muy escasamente pedagógicos, hoy son dominantes las posiciones que explican el sentido de los sistemas educativos a partir de sus funciones sociales y económicas; sobre todo desde los años 60, que es cuando logra hegemonizar un enfoque economicista de la educación y una perspectiva política anclada en la dimensión institucional del sistema[12]. En la última década, hemos enfocado los diversos proyectos de reforma de nuestros sistemas educacionales exclusivamente en las consecuencias económicas y sociales de la educación[13], ensombreciendo cada vez más las funciones pedagógicas.

Casassus refuerza esta hipótesis examinando la calidad educativa. Si la noción de calidad se construye en respuesta a demandas y al juicio de los sectores que las generan, afirma que son tres las fuentes de estas demandas: la sociedad, ubicada en el plano de lo político (ciudadanía), la cultura (creencias, costumbres, valores) y la economía (competitividad); el sistema educativo, ubicado en el ámbito de las disciplinas y la gestión escolar; y las personas, ubicadas en el plano de sus necesidades de desarrollo personal y las competencias sociales para convivir. Pero es la primera fuente la que ha venido alimentando las decisiones de política educativa, en especial desde mediados del siglo XX. La tercera nunca ha sido un criterio para determinar el concepto de calidad ni para definir las políticas de reforma. La paradoja es que el sistema educativo tampoco tiene mecanismos para verificar logros en ciudadanía ni en desarrollo personal, por lo que las demandas sociales pierden prioridad en los hechos. En realidad, el aparato escolar está ajustado para evaluar las demandas del propio sistema, en particular de las disciplinas, pues lo que se evalúa es el rendimiento académico. Y no existe ninguna relación entre lo que ocurre en la disciplina y los objetivos de las políticas a nivel público, «pues una buena nota en matemáticas no predice nada en cuanto a un mejor o peor nivel de desempeño de las personas en el ámbito de lo político, lo cultural, lo económico o lo social. Un alto puntaje en matemática no afecta ninguna de estas variables» [14].

Reflexión final

Una consecuencia del sesgo hacia la «función social» de la educación, es el virtual reemplazo de la pedagogía por una ciencia de la educación nutrida esencialmente de análisis económicos y sociológicos, posicionados desde la gran expansión de los sistemas educativos. Así, el espacio natural de la pedagogía, el de la interacción y comunicación entre los sujetos, el del descubrimiento de la mutua subjetividad y diversidad, se ha instrumentalizado, reduciendo la enseñanza a un conjunto de técnicas y procedimientos operativos que facilitan aprendizajes específicos. Este «reduccionismo metodológico» ha gene­rado entre los docentes, desde su formación inicial, confusiones graves entre pedagogía, didáctica e instrucción; y ha contribuido a hacer más borrosos a los sujetos que aprenden, a no percibirlos como el «objeto común» que articula la teoría, la experiencia práctica y los saberes específicos demandados por el currículo[15]. Si las funciones pedagógicas de la escuela quedan subordinadas a la función social o reducidas a garantizar lo que Jomtien denominaba «herramientas esenciales para el aprendizaje» (lectura y escritura, expresión oral, cálculo), es comprensible el sesgo hacia los currículos, los materiales, los métodos y la medición, desde una mirada pragmática y tecnologizada de los procesos pedagógicos. Pero la tensión paradigmática entre humanismo enciclopedista, empirismo conductista y constructivismo interaccionista, presente en los diversos modos de diseñar, organizar, conducir y evaluar los procesos de aprendizaje, pese a su irrelevancia para los planificadores, administradores y decisores, representa la pugna no sólo de dos epistemologías, sino de miradas contrapuestas de lo humano. Hacer visible y resolver esta tensión es lo único que permitirá que el cambio de la educación nacional represente un salto hacia adelante.

NOTAS

* Artículo publicado en la Revista Páginas Nº 187 (Junio 2004).

[1] Rehaciendo escuelas. Hacia un nuevo paradigma en la educación latinoamericana. Cecilia Braslavsky. B. Aires, 1999. Editorial Santillana.
[2] Peter Senge et al, «Escuelas que aprenden», Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2002.
[3] José Antonio Castorina, Daniel Goldin, Rosa María Torres, Cultura escrita y educación: Conversaciones con Emilia Ferreiro. Fondo de Cultura económica, México, 1999.
[4] Peter Senge et al, ob.cit.
[5] Cecilia Braslavsky y Gustavo Cosse, «Panorama internacional sobre calidad y equidad en la educación», UNESCO, Congreso”Calidad, Equidad y Educación” Donosita, 28 y 29 de agosto de 2003.
[6] Gabriela Ossenbach, «Estado y educación en América Latina a partir de su independencia (siglos XIX y XX), Revista Iberoamericana de Educación, Nº 1, Enero-Abril de 1993.
[7] Noel Mac Ginn, «¿Reformas o mejoramiento continuo?», Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile, Marzo 2002.
[8] UNESCO/ OREALC, Balance de los 20 años del Proyecto Principal de Educación en América Latina y el Caribe. Séptima Reunión del Comité Regional Intergubernamental del Proyecto Principal de Educación en América Latina y el Caribe, año 2001.
[9] Eduardo Castro Silva, Las reformas educativas y las nuevas tendencias del cambio curricular: el caso de América Latina. Universidad Central de Chile, 2003.
[10] Carlos Alberto Torres, Grandezas y miserias de la educación latinoamericana del siglo veinte. En: Paulo Freire y la agenda de la educación latinoamericana en el siglo XXI, Buenos Aires: CLACSO, septiembre de 2001.
[11] Declaración de Cochabamba, VII Reunión del Comité Regional Intergubernamental del Proyecto Principal de Educación (PROMEDLAC VII), Cochabamba, Bolivia, 5 al 7 de marzo de 2001.
[12] Margarita Schweizer, Una teoría pedagógica de la escuela. Univ. Alberto Hurtado – Chile. Mayo 2003.
[13] Marcela Gajardo, Reformas Educativas en América Latina, Balance de una década. PREAL, Chile, septiembre 1999.
[14] Juan Casassus, «Cambios paradigmáticos en educación», UNESCO, Santiago de Chile, 2001.
[15] Gloria Cecilia Gil. Et. Al. Propuesta de lineamientos para la formación de maestros en el contexto de los procesos educativos a poblaciones con limitaciones o con capacidades excepcionales. Santafé de Bogotá, MEN. 1997.

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