sábado, setiembre 10, 2005

Resiliencia, cultura de infancia y educación: ocho cuestiones básicas

En el marco de una reunión de consulta sobre el enfoque de resiliencia en programas de prevención dirigidos a niños en situación de riesgo en América Latina, realizada en Sao Paulo a mediados de 1999 y convocada por la Fundación Bernard Van Leer, propuse siete tesis en relación a algunas cuestiones claves, respecto de las cuales, pese a definir premisas elementales para la configuración del concepto mismo de resiliencia, no existe todavía suficiente consenso. Las siguientes líneas pretenden ser apenas una contribución al debate y representan todavía un documento de trabajo.

¿Qué es resiliencia?

Es la capacidad que exhiben las personas a cualquier edad para enfrentar situaciones difíciles, generadoras de estrés, y para sobreponerse a ellas, preservando la salud emocional y el afán de logro aún en medio de la prevalencia de las circunstancias adversas y del sufrimiento o el daño que éstas pudieran haberles causado. Esta capacidad puede expresarse de manera constante u ocasional en la vida de las personas.

¿Cómo opera?

Esta capacidad activa e integra de manera flexible, pertinente y creativa un conjunto de habilidades o cualidades individuales asociadas al ámbito de las relaciones intra e interpersonales, de acuerdo a estilos y pautas condicionados por la cultura; las que pueden también ser activadas ante desafíos internos, no amenazantes, que el mismo sujeto genera en función a sus propias expectativas de logro.

¿De dónde viene?

La capacidad para enfrentar eficazmente toda clase de desafíos, con flexibilidad y pertinencia, constituye la expresión de una capacidad mayor, que podríamos denominar inteligencia personal, social o emocional. Cuando estos desafíos entrañan riesgo para la integridad física o mental de las personas, la activación de esta capacidad toma el nombre de resiliencia.

¿Qué supone?

La resiliencia es una capacidad que supone, además de competencias específicas para manejar situaciones difíciles al menor costo emocional posible, un conjunto de creencias o convicciones básicas respecto de la existencia de alternativas mejores a la situación estresante que se vive; así como de las posibilidades y merecimientos personales para generarlas.

¿Se aprende o se tiene?

Esta capacidad forma parte del repertorio básico de recursos que traemos al mundo todos los seres humanos, constituyendo un rasgo de la función adaptativa de lo vivo; y se expresa en la posibilidad que tienen los niños de construir diversas rutas hacia un desarrollo emocionalmente saludable, en medio de circunstancias normalmente riesgosas, disímiles y desafiantes.

¿Qué implica?

La resiliencia describe a la infancia como una condición más competente de lo que admite el sentido común, revelando a los niños como sujetos activos, capaces de establecer de manera consciente y proactiva una relación de intercambio y de mutua influencia con entornos de riesgo; y, por tanto, de participar en la vida social con mayor protagonismo y autonomía.

¿Puede desalentarse?

La resiliencia constituye una capacidad que puede ser desalentada por prácticas de socialización infantil que limitan y desalientan la autonomía; estimulan el pensamiento convergente; desestiman los sentimientos de los niños; les reflejan sistemáticamente sus errores y limitaciones; y legitiman la agresión y la imposición como medios para resolver conflictos. Situación que se agrava con la eventual irrelevancia emocional de la red de soporte del niño.

DESAFÍOS PARA LA EDUCACIÓN

En este marco de interpretación, que surge de constataciones y evidencias empíricas antes que de simples y arbitrarias especulaciones teóricas, es posible plantearse un conjunto de interrogantes sobre la noción de infancia y desarrollo en que los educadores hemos basado nuestras pautas y estrategias de intervención, no sólo en el ámbito de la niñez temprana sino en el de la propia educación básica. Revisar y discutir nuestras premisas a la luz de estas evidencias resulta, entonces, no sólo conveniente sino impostergable.

En esa perspectiva, en el curso de una exposición ofrecida en la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú, a propósito del 50 Aniversario de su fundación, propuse provisionalmente ocho puntos para la agenda que hoy quiero reiterar:

1. El riesgo como contexto normal de desarrollo de los niños
Según Bradley, gran parte de los llamados patrones saludables de desarrollo infantil se originan en estudios realizados in vitro, es decir, presuponiendo o fabricando condiciones ideales, no tomando en cuenta el ambiente natural con el cual interaccionan los niños en la vida cotidiana. Así, estos patrones han estandarizado un itinerario de desarrollo, confundiendo contexto óptimo o deseable con contexto normal o habitual[1]. Sin embargo, una mirada somera a estos contextos habituales de desarrollo de los niños en el Perú, en América Latina y en diversas regiones del mundo, revela sin dificultad que la pobreza, el hambre, la enfermedad, el maltrato, el abuso, la violencia, la exclusión, la discriminación o el sometimiento, es decir, el riesgo, son sus condiciones normales.

2. La noción estática y determinista de la relación entre ambiente y desarrollo
Durante mucho tiempo la educación o, mejor dicho, los educadores, hemos suscrito un enfoque del desarrollo infantil dentro del cual, en efecto, las condiciones de riesgo ambiental representaban un factor de anormalidad -retraso, limitación, distorsión- que había que suprimir o compensar necesariamente para garantizar a los niños un desarrollo sano y, en consecuencia, la posibilidad de un aprendizaje exitoso[2]. Hemos suscrito así mismo la tesis de la irreversibilidad, predominante en la década del 70 e instalada hasta hoy en nuestro sentido común; que enfatizaba el carácter devastador de la influencia de este ambiente "anormal" en la salud física y mental de los niños. Desde esta premisa, hemos asumido que las secuelas de la pobreza, el hambre y la violencia -de no paliarse a tiempo- disminuirían sus capacidades para siempre.

3. La concepción de la infancia como estadio transicional, inmaduro y frágil
En el trasfondo de este enfoque, es posible detectar una concepción de la infancia como estadio inmaduro, incompleto y frágil del desarrollo humano. Esta noción, basada en un conjunto de interpretaciones sobre la naturaleza de la primera infancia presentes en muchos estudios sobre el desarrollo[3], hunde así mismo sus raíces en la cultura, que ha propuesto ancestralmente a los niños como seres primitivos e inadecuados. Numerosas investigaciones, sin embargo, han aportado pruebas que permiten redefinir el rol de los niños -en tanto seres vivos- en su relación con el ambiente en el que crecen y se desarrollan[4]. Hoy se acepta que interaccionan de manera activa con sus circunstancias, desplegando su legado genético y demostrando capacidad para responder dinámicamente a las experiencias más diversas.

4. La resiliencia como capacidad para crecer en medio de la adversidad
Esta percepción de los niños como seres con capacidad para interactuar con el ambiente, es decir, para impactarse pero también para modificarlo, demostrando facultades de adaptación inteligente a sus circunstancias desde temprana edad, se refuerza con la noción de resiliencia, que, como hemos explicado anteriormente, alude a la capacidad de resistir y superar situaciones adversas o estresantes[5]. Estudios longitudinales de niños en contextos de riesgo (por mala alimentación, salud deficiente, abandono, orfandad, alcoholismo de los padres, divorcios, maltrato, pobreza material, etc) han probado que más del 50% –y con frecuencia hasta el 70% (Bernard, 1997)- sobreviven a sus circunstancias sin secue­las significativas y exhibiendo desempeños exitosos en el ámbito personal, familiar y laboral (Werner, 1994).

5. Los factores que activan la resiliencia en los niños
La resiliencia ha sido calificada como un “imperativo biológico de crecimiento y desarrollo” (Bernard, 1997) que posibilita a las personas hacer frente a situaciones adversas -estresantes y amenazantes- superándolas sin replegarse ni sucumbir a ellas. Definida básicamente como una capacidad de interacción, se sabe que se activa sólo en situaciones de desafío y que requiere ciertas condiciones básicas. Las condiciones que permiten el desarrollo de la resiliencia combinan factores de carácter personal y social relacional. Es decir, suponen la existencia de personas al interior de la red de soporte del niño -familiares, amigos, maestros, vecinos- que de una u otra manera, mostrándose acogedores, respetuosos, comunicativos, alientan su autoestima, su autonomía, su afán de logro, su empatía, su optimismo o su sentido del humor (Vanistendael, 1994, Bernard, 1997: factores de protección vs factores de riesgo).
  • Alteran -atenúan, disipan, desculpabilizan- el significado del riesgo para el niño
  • Evitan su participación en situaciones de riesgo
  • Compensan eventuales pérdidas
  • Promueven el sentido de autoeficacia
  • Crean oportunidades de crecimiento personal (Rutter, 1990)
¿Cuáles son estos factores?. De diversos reportes de investigación (Werner, Vanistendael, 1995) se pueden deducir los siguientes:

a) Algún vínculo familiar estrecho: La oportunidad de establecer un vínculo muy estrecho con al menos un miembro de la familia, se trate de un abuelo, una tía, un hermano o hermana capaz de ofrecerles cuidado y atención de manera estable y adecuada durante el primer tramo de su vida; de proveerles de cariño y compasión, así como de mostrarse espontáneamente atentos y disponibles frente a sus necesidades.

b) Una crianza que estimula la autonomía: Una socialización no sobreprotectora, promotora de la autonomía, que ofrezca simultáneamente a los niños soporte emocional confiable frente a los problemas. No importa si a cargo de la madre o de otro miembro de la familia que funcione como agente principal. Pero que proponga también una vida familiar mínimamente organizada, con reglas básicas, donde se respete en los niños la libre expresión de sus emociones.

c) Alguna fuente de optimismo y esperanza constante: La presencia de alguna creencia religiosa -no importa cuál- que alimente en los niños y en quien los cuida la convicción de que sus vidas tienen sentido y de que, si nos esforzamos y permanecemos unidos, todo saldrá bien al final, pese a las dificultades.

d) Redes de soporte en la comunidad: La existencia de amigos, vecinos o maestros en quienes los niños confían realmente, que aportan consejo, consuelo o apoyo material concreto en determinadas circunstancias. Este tipo de soporte ha sido detectado más efectivo cuando los niños han tenido, a la vez, una relación semejante con algún miembro de la familia. Una experiencia escolar de gran valor afectivo: Un centro educativo que ha logrado convertirse casi en hogar alterno o en refugio emocional pa­ra los niños, porque les otorga incentivos permanentemente, los maestros acostumbran elogiar sus cualidades y mé­ri­tos, creen genuinamente en ellos, se muestran siempre disponibles y saben ganarse su confianza» (Guerrero, 1997).

6. La cultura de la infancia predominante es un obstáculo a la resiliencia
En el sentido común de buena parte de la sociedad, los niños, por el hecho de serlo, no están en capacidad de pensar, actuar o elegir adecuadamente por sí mismos. Todo su comportamiento es visto como expresión de una inmadurez estructural, que exige desconfianza, vigilancia y control[6]. Peor si son niñas. Peor aún si provienen de contextos de riesgo, pues estarían doblemente limitados y aún de manera irreversible. Esta es la premisa cultural en que se basa, de hecho, la educación de los niños pequeños; y se ajusta perfectamente a los enfoques más deterministas del desarrollo infantil. En el marco de esta cultura de la infancia, todas las conductas que favorecen la resiliencia -y por lo tanto la capacidad de desarrollarse saludablemente en sus contextos habituales de riesgo- están vedadas:
  • La autonomía, por alentar la libertad en seres que se considera incapaces de ejercerla
  • La autoestima, por definirse crianza y educación como procesos de imposición y corrección focalizados en el error
  • La empatía, por ignorarse o descalificarse habitualmente los sentimientos de los niños
  • El afán de logro, por subestimarse sistemáticamente sus posibilidades y proponerles metas ajenas a sus intereses
  • El optimismo, por enfatizar constantemente los errores y fracasos y expresar desconfianza en sus potencialidades
  • El sentido del humor, por considerarlo expresión de irrespeto, inmadurez e irresponsabilidad
  • La comunicación, por basarse más bien la relación intergeneracional en la distancia, la prescripción y el reproche
7. La educación está centrada en las deficiencias del niño:

a) Profecía autocumplida: Invita a los educadores a reducir expectativas de logro y por tanto, calidad y cantidad de esfuerzos pedagógicos. El hambre, la pobreza o la violencia doméstica se van a erigir como argumentos recurrentes para calificar de inevitables los fracasos en el aprendizaje de los niños.
b) Cultura de la autolimitación: Reduce la educación a un acto de compensación, reparación o donación de cualidades básicas, más centradas en dar (salud, alimentación, conocimientos) que en recibir, recoger e incorporar. Al centrarse sobre todo en las limitaciones, ausencias y deficiencias de los niños, se refuerza una conciencia de desvalimiento y autolimitación.
c) Irrelevancia social de los aprendizajes: Induce a priorizar aprendizajes puramente mecánicos y formales, en el supuesto que la capacidad de los niños «no da para más». Como se presumen deficiencias en su estimulación y en su desarrollo, no se espera ni se demanda de ellos creatividad, participación, iniciativa.

8. El enfoque de resiliencia aporta a la pertinencia de la educación respecto de las necesidades y posibilidades de los sujetos
Educar a niños que crecen y se desarrollan habitualmente en condiciones de riesgo, como es el caso de la mayoría, implica necesariamente detectar y estimular sus recursos para enfrentar y superar la adversidad. Fortalecer su asertividad, su autonomía, la confianza en sí mismos, su capacidad de interactuar con otros, de pensar, afrontar y resolver problemas, así como de trazarse metas y perseverar en ellas aún contra la corriente. Este conjunto de capacidades -que tienen basamento en numerosas conductas espontáneas de los niños- está relacionado con las denominadas inteligencias personales (Gardner, 1983) o inteligencia emocional (Goleman, 1995) y debieran constituir premisa y propósito de toda la educación. Insistir en una educación centrada en la adquisición mecánica de hábitos y destrezas o en la oferta de información es, en el mundo de hoy, una torpeza imperdonable y peligrosa.

La psicología tiene, entre otros, el enorme reto de contribuir a revertir una cultura de la infancia y del desarro­llo centrada en el daño y en la imposibilidad, rescatando las fortalezas y potencialidades exhibidas tercamen­te por los niños en sus interacciones reales con un medio adverso; y redescubriendo el valor tanto de su potencial biológico como de sus conductas espontáneas para optimizar el proceso de su desarrollo y para enriquecer la empobrecida comprensión de nosotros mismos que los seres humanos hemos instalado en la cultura
[7].

NOTAS

[1] «Al comparar la interacción padre-niño con la interacción madre-niño, Kaye escribe que "la principal conclusión que podemos sacar de un gran número de estudios es que los padres interactúan con los bebés de una forma muy similar a las madres". Pero cuando se ha llevado a cabo un trabajo de campo se ha encontrado que los padres tienen mucho menos que ver con los bebés que las madres, mostrando uno de los estudios que los padres trabajadores tienen la responsabilidad total de sus hijos durante sólo una hora a la semana, mientras la cifra correspondiente a las madres trabajadoras es de 40 horas» (Bradley, 1989, p.207).
[2] «Durante las últimas 3 décadas es posible apreciar importantes cambios en la conceptualización de los procesos de desarrollo, los que oscilan de la creencia de la década de los 50, que reforzaba la idea de la consistencia de la personalidad y de la imposibilidad de la modificación o quiebre después de los primeros años de vida, hasta la creencia de la década de los 60. En esta última, la concepción respecto de las adversidades tempranas en el desarrollo, con efectos perdurables, fueron concebidas como dependientes de la naturaleza de las experiencias más tardías en la vida. Hoy, siguiendo a Rutter, entendemos que aún las experiencias infantiles más marcadamente negativas, conllevan por sí mismas poco riesgo para su desarrollo posterior, siempre y cuando el ambiente de crianza del niño sea adecuado. Adecuación que depende en gran medida de la cantidad y tipo de interacción que se establece entre el niño y el ambiente» (Kotliarenco, 1996, p.69).
[3] «La idea de que el recién nacido es tan competente como un florero y que tiene que aprender a ver, a oir, a memorizar, a categorizar, ha sido muy influyente en las formas de pensamiento occidentales... Aunque en el nacimiento, el encéfalo de la cría humana no ha alcanzado aún la madurez, tampoco es tan incompetente como se podría creer... La maduración fisiológica del órgano no implica... que la función sea totalmente adquirida. Por el contrario, el recién nacido parece poseer capacidades perceptivas sorprenden­tes y nada permite afirmar que deba construir las propiedades globales a partir de las elementales (...) Los recién nacidos... disponen de un abanico impresionante de conductas complejas... en general, se ha minimizado la importancia de estas conductas. Se las ha considerado simples reflejos primarios, atávicos o arcaicos, que reproducirían los de otras especies animales. No obstante, esta analogía no se ha desarrollado nunca en forma seria... ¿no sería mejor estudiarlos como testimonio del estado inicial de nuestras disposiciones específicas y como precursoras de nuestras aptitudes adultas?» (Meheler-Dupoux, 1992, p.69, 90 y 60)
[4] «Davidson sostiene, por ejemplo, que ya a los 10 meses, la habilidad del bebé para diferenciar diversas expresiones y estados emocionales, produce patro­nes identificables de ondas cerebrales (H. Gardner, 1983, p.294, nota 14). Y que esta habilidad incluye la capacidad de asociar determinados sentimientos con determinados individuos, experien­cias y circuns­tancias. Simner y Borke consideran esta conducta como el primer indicio de la empatía (H.Gardner, 1983, p.294, nota 13). Gardner plantea que el desarrollo de la capacidad de simbolización en los niños, a partir de los dos años de edad, le proporciona nuevos medios para hacer interpretaciones y discriminaciones más finas, tanto de sus experiencias y sensaciones como de la conducta, roles o sentimientos de otras personas» (Guerrero, 1997).
[5] «A fines de la década del 70 se iniciaron conversacio­nes en torno a este concepto (resiliencia)... al interior de la psicopatología, dominio en el cual se constató con gran asombro e interés que algunos de los niños criados en familias en las cuales uno o ambos pa­dres eran alcohólicos y que lo habían sido durante el proceso de desarrollo de sus hijos, no presentaban carencias en el plano biológico ni psicosocial, sino que por el contrario, alcanzaban una adecuada cali­dad de vida. Durante mucho tiempo, en las distintas áreas de las ciencias humanas, la tendencia fue dar mayor énfasis a los estados patológicos» (Kotliarenco, 1996, p.24).
[6] «Hasta el siglo XIII, el niño seguía siendo percibido como una entidad llena de maldad, a la que se le azotaba o abandonaba en manos de terceros, bajo el pretexto de encargar su crianza. Desde entonces hasta el siglo XVII se abre un período en el que se empieza a hablar del papel de los padres como moldeadores de estos “seres inicuos”. Si bien persiste esta imagen del niño, se comienza a adjudicarle a la vez la condición de «piza­rra en blanco» (Locke), «cera blanda, yeso o arcilla», susceptible de adquirir la forma que el adulto decida. En el siglo XVIII aparecen con fuerza otras posturas sobre la infancia. Rousseau, en oposición a las ideas vigentes, va a sostener que los seres humanos nacemos buenos y que es la sociedad quien nos corrompe, no la que nos civiliza» (Guerrero, Ochoa, Andrade y otros, Foro Educativo, 1997).
[7] «Se trata del debate entre aquellos que contemplan la psicología del niño como una rama de la historia natural, casi idéntica al estudio de los moluscos o de las aves marinas, y aquellos que contemplan las descripciones de la etapa del bebé como útiles primordialmente para apoyar de un modo convincente interpretaciones alternativas de la edad adulta... ayuda a la interpretación de nuestras propias vidas» (Bradley, 1992)

1 comentario:

Giovanna Medina Soto dijo...

Muy interesante e importante querido amigo Lucho. Hice la tesis de mi maestría en Resiliencia.