domingo, setiembre 11, 2005

La noción de niño en que acostumbramos basar la educación infantil

Hablar de niños pequeños en los círculos de especialistas en educación y psicología, al menos desde principios de este siglo, ha sido equivalente a hablar de desarrollo humano [1].Gran­des teóricos e investigadores como Freud, Watson, Piaget,Gesell, Wallon, etc. fundaron escuelas de pensa­mien­to y aportaron conceptos de indiscutible importancia para entender a los niños como entidades con dentidad propia. pero en proce­so incesante de evolución. Es decir, para dejar de verlos como meros reflejos o versiones burdas e inferiores de los adultos, aunque esa edad -símbolo de «madurez, razón y plenitud»- pareciese, en realidad, su meta.

La Educación Inicial, sobre todo a partir de la década del 70 en que se convierte oficialmente en el primer nivel del sistema educativo, ha sido el ámbito que ha levantado con fuerza la necesidad de educar a los niños respetando sus características, posibilidades y límites; y el único que organizó su sistema de enseñanza en riguroso arre­glo a estos primeros estadíos de la evolución infantil (Valdiviezo, 1996). Sin embargo, cerca de 30 años de uso de este enfoque co­mo paradigma de la formación de maestros del nivel y de la educación concreta de niños menores de 6 años, han revelado como constantes determinados problemas en la rela­ción con los niños y en el rol asignado en su proceso de socialización.

Problemas que involucran, ciertamente, a las familias, pero también a los propios docentes. Porque en los dos ámbitos -educativs y de crianza- más allá de ocasionales o recurrentes demostraciones de ternura se ha persistido tercamente en asignar a los más pe­que­ños un rol subordinado y básicamente receptivo.

Estos roles han descansado en una concepción de la niñez que la define como etapa de vulnerabilidad y limitación, que uniformiza sus características perdiendo de vista sus rasgos individuales, que desconfía de sus posibilidades de logro más allá de lo «espera­ble» a su edad; que no recono­ce su capacidad biológica de autodeterminación en la configuración de su propia identidad, a partir de su peculiar manera de interactuar dentro de sus experiencias personales, familiares, sociales y culturales; y que justifica así una relación basada en el control y la total subordinación.

1.- La niñez como limitación y desvalimiento

Investigaciones efectuadas en Chile -con perfecto correlato en extensas observaciones de campo realizadas en el Perú (Ponce, 1996)- han revelado de manera elocuente la existencia pertinaz de prác­ticas educativas basadas en la asignación de roles pasivos-receptivos a los niños y eminente­men­te directivos a los docentes; así como en relaciones maestro-alumnos de clara subordinación y depen­dencia.

Victoria Peralta sostiene que esta suerte de currí­cu­lums pasivos, que lesionan fuertemente la identidad de los niños, «no han sido postulados por ningún especialista o corriente peda­­gógica» (Peralta, 1993, p.8)). Es legitimo preguntarse enton­ces, ¿de dónde vienen?, ¿qué estimula o refuerza esta noción reduccionista de la niñez como etapa, básicamente, de desvalimiento, limitación y minusvalía?
[2]. Desde nuestro punto de vista, esta noción y esta práctica se sustentan en una antigua concepción de la niñez, en una lectura harto discutible del desarrollo humano y en una percepción fatalista determinista de las relaciones entre el ambiente y el proceso evolutivo de los niños.

1.1. La vertiente histórico cultural

Siguiendo la periodización de las formas de relación paterno-filiales que propone deMause, hasta el siglo IV los niños eran considerados yugos, carga de sus padres, depositarios de las peores fantasías, fobias y temores de los adultos. Tiempos oscuros en los que la vida de un niño sólo tenía valor de uso o de cambio para sus propios padres (DeMause, 1991).

Hasta el siglo XIII, el niño seguía siendo percibido como una entidad llena de maldad, a la que se le azotaba o abandonaba en manos de terceros, bajo el pretexto de encargar su crianza. Desde entonces hasta el siglo XVII se abre un período en el que se empieza a hablar del papel de los padres como moldeadores de estos “seres inicuos”. Si bien persiste esta imagen del niño, se comienza a adjudicarle a la vez la condición de «piza­rra en blanco» (Locke), «cera blanda, yeso o arcilla», susceptible de adquirir la forma que el adulto decida.

En el siglo XVIII aparecen con fuerza otras posturas sobre la infancia. Rousseau, en oposición a las ideas vigentes, va a sostener que los seres humanos nacemos buenos y que es la sociedad quien nos corrompe, no la que nos civiliza.

Luego, hay quienes empiezan a dejar de mirar a los niños como seres pe­li­grosos, se interesan por estudiar su proceso de evolución y discuten abiertamente el peso especifico de la crianza (am­bien­te) en oposición a la naturaleza (he­ren­cia), en la definición de una personalidad socialmente adecuada. Pero aún no era frecuente que los padres jugaran con ellos, sí que les siguieran azotando, amenazando y educando en la obediencia.

Es recién en el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX en que se proponen de manera más clara métodos de crianza basados ya no en el sometimiento del niño sino en su socialización. Es decir, en pautas dirigidas a lograr su adaptación a las reglas de su sistema social (Beals y Hoijer, 1965). Este será el modelo referencial de las grandes teorías psicológicas del presente siglo, «desde la canalización de los impul­sos de Freud hasta la teoría del comportamiento de Skinner» (deMause, 1991).

Entre el viejo paradigma del sometimiento y el de la socialización, sin embargo, existe un común denominador. Pese a innegables y profundas diferencias en la naturaleza del trato dispensado al niño bajo cada uno de estos modelos, todos proponen a la infancia, en esencia, como una etapa de la vida en la que destacan como rasgos distintivos la fragilidad, la carencia y la incapacidad de las personas. Una edad donde nuestra virtual ineptitud para tomar «decisiones acertadas» sería de tal envergadura, que no tendríamos más remedio que subordinarnos a nuestros mayores y dejarnos conducir hacia metas justas y deseables desde el punto de vista social (Bell, Chetley y otros, 1995).

Dicho de otro modo, los niños son reducidos a la categoría de seres inmaduros, incompletos, poco confiables y frágiles, que en su proceso biológico y social, sólo están en posición de recibir y depender de los adultos para sobrevivir, evolucionar y alcanzar la felicidad
[3].

1.2. La vertiente de las teorías del desarrollo humano

Pero esta noción del niño como inferior, de honda rai­gambre cultural en la historia de la civilización humana, fue de alguna manera reforzada por otra, aportada por los estudiosos e investigado­res de la infancia: la noción de niño como sujeto en proceso de desarrollo.

En efecto, a la luz de estas investigaciones, que estudian las características de la niñez en contraste con las de la vida adulta, tanto la niñez como la adolescencia han sido vistas como momentos transicionales de la vida humana, estaciones pasajeras en el largo camino hacia la ple­ni­tud que representa la adultez, percibiéndola inevitablemente como antesala inacabada e im­perfecta de la madurez, subrayando en contraste la idea de la adultez como meta y modelo.

El mismo concepto de estadío, etapa o fase, empleado por las distintas escuelas teóricas y que alude a una gradiente de progresos en la evolución del niño, propone y refuerza indirectamente esta imagen.

Así presentada, esta etapa de la vida resulta una especie de fenómeno «independiente de la clase, el género, la cultura, la geografía o la etnía». Es decir, aparece como un modelo universal «verdadero para todos los espacios y momentos», que, por lo mismo, «hace parecer innecesaria la recolección y el análisis de información concreta sobre las verdaderas condiciones de los niños» (Bell, Chatley y otros, 1995), o, peor aún, sobre los progresos y variaciones positivas que se observan en el pronosticado curso de su desarrollo, a efecto de sus interacciones con un entorno desafiante, sembrado de riesgos, pero también de oportunidades de muy diversa naturaleza.

No obstante, la visión del desarrollo de la infancia que predomina en los círculos profesionales en que nos movemos sigue siendo la de un período vital caracterizado por patrones estándar de evolución y de comportamiento, que siguen una secuencia rígida y universal, en donde todos los progresos en el desarrollo de habilidades son susceptibles de predicción y control
[4], más allá de las cualquier evidencia en contrario revelada en los diversos ambientes sociales o culturales que constituyen sus contextos de desarrollo.

1.3. Influencia determinista del ambiente

Tampoco ha resultado difícil constatar en el discurso común de educadores e investigadores sobre las relaciones entre desarrollo infantil y medio ambiente -en particular en contextos tan marcados por la pobreza material y las dificultades familiares como el nuestro- no sólo una lectura parcial, reduccionista y victimizadora de la niñez, sino sobre todo la persistencia en una forma de concebir esta dinámica de relación como relaciones mecánicas de causa-efecto, más que como interacciones.

Hablar de interacción es hablar de una dinámica de mutua influencia. Sin embargo, lo que hasta ahora se ha venido sosteniendo -en base a la comprobación de determinadas secuelas en determinados grupos de niños- es que las condiciones ambientales de la gran mayoría de niños peruanos, por ser de riesgo, afectan manera irreversible sus posibilidades de un desarrollo sano y de una inteligencia cabal, sobre todo en los primeros años de vida (Majluf, 1993), sugiriendo relaciones unidireccionales de causa-efecto y la imagen de un entorno material capaz de ejercer influencia sobre los niños como una virtual e imbatible determinación.

Lo que no ha formado parte de nuestro sentido común es que los niños, como cualquier organismo vivo, siempre han esta­do biológicamente capacitados para afectar las condiciones de su entorno vital y orientar el curso de su propio desarrollo, sorteando obstáculos y limitaciones del ambiente (Maturana, 1984).

Una función como ésta, sin embargo, más que un simple postulado teórico, es el resultado de incontables observaciones y comprobaciones empíricas. En el caso de los estudios sobre el desarrollo humano, al lado de los numerosos estudios sobre el impacto de los factores de riesgo en el desarrollo temprano, se ha venido articulando a nivel internacional una corriente importante de estudio de la capacidad de los niños para enfrentar diversas situaciones adversas, demostrando resistencia, flexibilidad y capacidad de adaptación (resiliency), así como de los factores que suelen contribuir a fortalecer y dinamizar esta capacidad (Emmy Werner, 1994).

Aquí mismo en el Perú, investigaciones sobre desarrollo infantil en contextos urbanos y rurales andinos han demostrado empíricamente cómo, por ejemplo, «la falta de dinero para el diario, la casa siempre prestada o en construcción, la lucha permanente por el acceso a un servicio básico, el hacinamiento... una dinámica familiar tensa y conflictiva que disminuye la capacidad de los padres para estimular adecua­damente (a sus hijos)... ninguna de estas características resultó determinante para el desarrollo (de los niños)». Es decir, pese a ser factores importantes, las dificultades materiales, las tensiones que suelen acarrear y las diversas condiciones ambientales adversas «no definen por sí mismas el futuro desarrollo de los niños» (Ochoa y Franco, 1995).

No estamos hablando de hechos fortuitos o excepcionales. Esa es la inevitable característica de toda relación de intercambio entre dos estructuras en cualquier tipo de sistema, si es que se observan desde una perspectiva dinámica y no mecanicista. Para decirlo en palabras de las propias investigadoras, «en la medida que cada bebé nos ofrece la oportunidad de observar una nueva versión de las relaciones entre desarrollo y medio ambiente, las predicciones y las explicaciones sobre el desarrollo infantil siempre serán par­cia­les e incompletas» (ibid.).

En síntesis, tanto la noción de niño en desarrollo como el virtual fatalismo en el análisis del impacto del ambiente adverso -abandono, enfermedad, maltrato, pobreza material, orfandad o violencia politica- han brindado una lectura errónea de la niñez, haciendo aparecer como poco relevante un conocimiento mayor de variables distintas, como la resilencia exhibida por los niños en su diversas y peculiares experiencias de interrelación con su propio medio geográfico, social y cultural, aún en circunstancias especialmente difíciles.

1.4. Negación del ambiente como factor de desarrollo

Ahora bien, las características peculiares del ambiente y de las experiencias que sirven de escenario al desarrollo de los niños, nunca han constituído un tema ausente en la preocupación ni en el discurso de los maestros peruanos. Pero han sido comúnmente reducidas a la condición de referente folklórico para la identidad cultural de sus alumnos, asociándolas a costumbres, creencias y tra­di­ciones (Nazar, 1995).

Victoria Peralta advierte el peligro de la banalización del contexto vital del niño, cuando sostiene que el esfuerzo por reconstruir los puentes entre las experiencias educativas y las características del medio pretende «algo mucho más profundo que una mera folclorización del currículum» (Peralta, 1993, p.18). En efecto, resulta empobrecedor mirar los escenarios en que los niños desenvuelven su vida cotidiana sólo para construir una simple colección de fiestas, danzas, vestimentas, alimentos y prácticas religiosas con las que deberían aprender a identificarse, en nombre de su cultura; perdiendo de vista lo más importante: la calidad de las interacciones que protagonizan a su interior, así como los logros y las hazañas que demuestran ser capaces de alcanzar en tales contextos.

Sólo este segundo dato es el que nos permite reconocer las reales cualidades, posibilidades y límites de los niños, generadas en la interacción peculiar entre su proceso de desarrollo y las propias condiciones socio culturales en que se desenvuelve.

La segunda forma en que los educadores solemos percibir esta relación, podríamos calificarla de voluntarismo ético porque se limita a denunciar el perjuicio que las circunstancias sociales y familiares estarían ocasionando al desarrollo de los niños de manera casi automática, contraponiendo a ella su par opuesto como un imperativo categórico de acción. En otras palabras, se reduce la percepción del ambiente a la categoría de problema, presentándolo ante las familias como zona de riesgo y como argumento para presionarlas a encaminarse a otro modelo de experiencia, considerado ideal para un desarrollo adecuado.

Este segundo enfoque, sin embargo, tampoco ayuda a recuperar una imagen más exacta del equipaje adquirido por los niños en el contexto de sus interacciones cotidianas. No miramos las otras dimensiones de su experiencia relacional, aquellas que le están ayudando a crecer, aquellas que están enriqueciendo su dotación de habilidades básicas y cualificando su saber cultural. Más aún, al negar o desconocer su capacidad de resiliencia, tampoco sentimos la necesidad de hacer un balance de las «ganancias colaterales» que -en términos de aprendizajes vitales- puede
n estar obteniendo los niños aún al interior de sus circunstancias ambientales más conflictivas y estresantes[1].

2.- La noción del niño como persona

Durante los cinco años de preparación de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño -entre 1985 y 1990 en que fue proclamada- delegados de 179 países de las más disímiles tradiciones culturales debatieron ardorosamente sobre el significado de la infancia. Hubieron delegados que «cuestionaron la eficacia de suprimir los castigos en sus más diversas formas, porque algunas de ellas estaban prescritas en los textos sagrados de sus culturas». Indudablemente, estas resistencias tenían que ver «con una percepción de la niñez como una enfermedad o debilidad transitoria... como un período sin derechos, cuya justificación es el provecho del grupo» (Basili, 1996).

Si la Convención finalmente alcanzó el éxito fue porque «se comprometió un gigantesco ejercicio de antropología psicológica y cultural comparadas» tuviéndose que demostrar «neu­ro­quí­micamente que -por ejemplo- sin base emocional adecuada, incluso una gran inteligencia no se traduce en competencias para la vida» (Ibid.).

2.1. El fundamento biológico de la autonomía del niño

Sin embargo, la pregunta acerca del exacto lugar social y cultural de los niños no puede ser respondida «sin una reflexión sobre el ser humano» (Basili, 1996). Y es en ese terreno donde la biología, más que la psicología o la mera especulación filosófica, ha aportado conceptos sustanciales.

«Es evidente -sostiene Maturana- que una de las cosas más inmediatas propias de un ser vivo es su autonomía». Sin embargo, agrega, «para comprender la autonomía del ser vivo debemos comprender la organización que lo define como unidad» (Maturana, 1984, p.29). Y ocurre que las personas, como cualquier ser vivo, nacemos y nos desenvolvemos en un determinado medio, pero nos vamos modificando en la interacción con él. Lo importante aquí es definir la naturaleza de estas interacciones.

A diferencia de lo que comúnmente se piensa, «una perturbación del medio no contiene en sí una especificación de sus efectos sobre el ser vivo, sino que es éste el que determina su propio cambio ante ella». Esta perturbación o estímulo -que en el caso de los humanos podrían por ejemplo configurarse en un conjunto de conductas denominadas crianza o educación- pueden tener la virtud de desencadenar procesos, pero no de predecir y determinar sus resultados.

En otras palabras «los cambios que resultan de la interacción entre ser vivo y medio son desencadenados por el agente perturbante y determinados por la estructura de lo perturbado» (Ibid.).

Naturalmente, los niveles de congruencia entre el denominado estímulo ambiental y las carac­terísticas de la estructura particular pueden ser muy altos o sencillamente inexistentes; resultando lógico que un mayor grado de pertinencia entre ambos podría aumentar las probabilidades de concordancia entre las expectativas de cambio y los efectos finalmente logrados. Pero la preocupación por lograr la pertinencia se desvanece cuando partimos de la premisa de que los niños constituyen entidades pasivas-receptivas, susceptibles de cambio y aprendizaje mediante simples procesos mecánicos de instrucción y condicionamiento.

Este argumento es crucial para entender el grado de aberración que repre­senta un sistema de relación intergeneracional basado en el desconoci­miento absoluto de los más pequeños como seres legítimamente distin­tos, biológicamente imposibilitados de anular su autonomía en la de­ci­sión sobre sus propios cambios ontogenéticos. Pero también en la ilusión de poder determinar desde afuera, desde una voluntad externa, las trans­formaciones que otros consideran necesarias en su forma de pen­sar o de actuar.

3.2. El enfoque de la calidad en la percepción de los niños

Las grandes transformaciones en el mundo de la producción y la economía, la ampliación del consenso mundial sobre la necesidad del mercado como mecanismo de regulación del intercambio de bienes y servicios, así como la denominda revolución de la calidad impulsada por las empresas japonesas y del mundo asiático han traído como consecuencia a su vez cambios importantes en la mentalidad contemporánea (Abugatás y Tubino, 1996).

Uno de ellos tiene que ver con la percepcion del cliente. Empiezan a ser cuestionados los enfoques rentistas que reducían la valoración del comprador o del usuario a la de un simple medio para la obtención de ganancias. Por el contrario, ahora se trata de redeacuar la producción, la estructura del servicio y la propia organizacion de la empresa a aquello considerado el fin y la justificacíon de todos los esfuerzos: el bienestar y la satisfacción del cliente. Esa se propone en adelante como la única medida del éxito. Naturalmente, no se trata de una ingenua invocación al sacri­ficio ni al altruismo comercial. La lógica es muy sencilla: con clientes cada vez más satisfechos, la necesidad del producto o del servicio crecerá, la demanda aumentará y todos saldrán ganando.

Desde esta perspectiva, la competencia comercial o industrial no sería traducida ya como una simple guerra entre empresas enemigas, sino como una pugna abierta por ofrecer mayores ventajas al cliente y ganar sus preferencias en el mercado.

El enfoque de servicio centrado en el cliente, con todo su correlato jurídico («derechos del consumidor») que guarda relación con una dimensión de la ciudadanía -y más allá del debate sobre la autenticidad de esta actitud en las empresas o de su afinidad con antiguas ideas pedagógicas- va ganando legitimidad y se está volviendo sentido común en diversos sectores sociales. En este contexto, la educación de los niños empieza a revelarse para muchos en su lógica despersonalizadora. En efecto, una actividad que puede ser técnicamente definida como servicio, persiste en ofrecerse a los niños -ususarios directos y por tanto clientes principales del servicio- del mismo modo arbitrario, impersonal y autocentrado en que funcionan los monopolios, cuyos clientes constituyen una suerte de usuarios cautivos, imposibilitados de cambiar de proveedor pese a no estar conforme con lo que reciben.

La profunda y evidente insatisfacción de los niños con el trato y la educación que se les ofrece -traducida en conductas recurrentes como huídas del centro educativo, distracción crónica, olvidos constantes o rebeldías tenaces- y su ausencia de demanda, expresada en distintos modos de rechazo abierto o encubierto, no retroalimenta la oferta educativa, no induce cambios, mejoras ni adecuaciones urgentes a las características de su público. Por el contrario, todas las señales de insatisfacción del usuario suelen ser consideradas responsabilidad del usuario (p.ejm. síntoma de su inmadurez o su irresponsabilidad) persistiéndose en la idea de que es él quien debe adaptarse a las características del servicio.

Hoy en día es cada vez más claro -secreto que las agencias de publicidad o los medios de comunicación social conocen desde hace mucho tiempo- que la gran conexión requerida entre servicio y clientes es de naturaleza emocional. Ya no basta la necesidad de un producto para implicar su uso. Es de absoluto menester que, además, resulte agradable.

La investigación científica tam­bién demostró la importancia de las emociones como condición misma de los procesos cognitivos, proponiendo el interés, actitud de naturaleza obviamente emocional y por tanto esencialmente espontánea, como prerequi­si­to de la exploración, la interrogación y la experimentación (Maturana, 1992).

Más allá de los argumentos estrictamente biológicos o antropológicos, el lugar que hoy día ocupa el cliente de un servicio, en el contexto de una mundo que ha visto derrumbarse los modelos sociales colectivistas autoritarios, expre­sa una tendencia a la revaloración de la subjetividad, de la individualidad, de la libertad humana. Esta nueva mirada supone hacer un esfuerzo de empatía desde la concepción misma de la atención a las personas, para ser profundamente respetuosos, generosos y tolerantes en el trato cotidiano. Empieza a formarse la convicción de que no existe otra manera de ganar preferencias, a pesar que en ocasiones la propia calidad de lo que se ofrece no sea precisamente la óptima.

Como la preferencia de los niños por el servicio educativo que reciben no determina el que hagan o no uso de él -basta con que no les disguste a sus padres- nos hemos sentido hasta ahora relevados del esfuerzo de ganar su voluntad y su entusiasmo. Hoy más que nunca, sin embargo, empieza a resultar evidente que la trascendencia de las experiencias que viven en sus espacios educativos antes de los seis años, dependerá de su capacidad de convertirse en lugares intensamente atractivos, capaces de ser espontáneamente preferidos por ellos a cualquier otra opción.

3. La niñez como paradigma de las necesidades humanas

Todo lo dicho hasta aquí constituye algo más que un esfuerzo por reivindicar a los niños en nombre de determinados códigos éticos. En realidad, lo que queremos proponer es el rescate de aspectos esenciales de aquel modo de relación social característico de la vida infantil, como condición de recuperación de nuestra propia condición humana.

Maturana afirma que somos seres culturales, no biológicos, que nos hacemos humanos al convivir en la mutua aceptación y en la comunicación constante; y que es la infancia tem­prana la que consti­tuye «el fundamento biológico de nues­tro (proceso de) hacernos humanos...». Porque la emoción que constituye la convivencia es aquella que «constituye al otro como un legítimo otro en coexistencia con uno; y nosotros los seres humanos nos hacemos seres sociales desde nuestra infancia temprana, en la intimidad de la coexis­tencia social con nuestras madres» (Maturana-Zöller, 1993, p.29).

Pero los niños que forman parte de esta cultura a la que pertenecemos, no viven esa experiencia de manera llana sino que enfrentan una permanente ambigüedad por la exigencia continua planteada a los padres para que dirijan su atención hacia focos distintos al encuentro presente, placentero y gratuito con sus hijos.

Desde su larga experiencia educativa en el Perú, Izurieta reconoce esta misma contradicción, lamentando que «el ser humano se vea condenado desde su más tierna infancia a alejarse de su propio cuerpo, ese que contiene las miserias de la condición humana, buscando elevarse a través del espíritu y de la razón, considerada sinónimo de luz» (Izurie­ta, 1996, p.265).

Atrevernos a esbozar una imagen de la infancia que se arriesgue a ir más allá de las nociones que la presentan como un estadío inferior, primitivo y vulnerable del desarrollo humano; y a ensayar más bien una aproximación a los rasgos que nos distinguen como especie a partir del paradigma de las conductas infantiles, supone como punto de partida una sencilla observación de su hacer cotidiano.

Es de esa observación, sencilla y reflexiva, colocada siempre en el esfuerzo de despejar prejuicios y de permanecer abierta a lo nuevo, que queremos dar cuenta a continuación.

1. Aspiran al crecimiento

Desde el punto de vista biológico, sabemos que las personas evolucionan aceleradamente durante la infancia a través de un proceso sumamente dinámico de crecimiento y desarrollo. Pero es aquí como en ninguna otra época de la vida, cuando los seres humanos aspiramos vehementemente a crecer. A crecer en tamaño, fuerza, habilidad, conocimiento, emoción; y orientamos todo nuestro comportamiento a la búsqueda de situaciones que desafíen y pongan a prueba nuestras habilidades o nos permitan la adquisición de nuevas. Aspiramos constantemente a ser más.

2. Tienden a actuar de manera autóno­ma

Aún desde muy tierna edad, los niños ex­pre­­san sus prefe­ren­cias y emociones con espontaneidad; exploran to­do aquello que provoca su curio­sidad, desafían toda clase de riesgos y prohibiciones. Unos con menos aprehensión que otros, pues aún los niños que han incorporado con más rigor las más estrictas normas paternas, viven su autolimitación como pérdida. Más allá del terrible y evidente peso de una cultura fuertemente restrictiva con los niños, obser­va­mos que en general ellos cons­tru­yen su identidad desde una radical disposi­ción a la autonomía.

Ciertamente, la autonomía infantil es susceptible de maduración; aunque todas las energías de los agentes socializadores estén colocadas más bien en su anulación, los niños pueden aprender a regular su audacia y a incorporar otros referentes a la hora de tomar una decisión.

3. Son curiosos y explora­do­res

Aún en medio de la inseguridad que puedan provocarle las primeras expe­riencias de separación de la madre -y a menos que hayan sido severa­mente condicionados a una feroz dependencia e inmovilidad- los niños se dejan llevar por el impulso de explorar con libertad el mundo en que les tocó vivir.

Tocan, muerden, frotan, cuando pueden se desplazan, co­rren, buscan, suben, bajan, tiran, pisan, arrastran, empujan, jalan... Los niños están constante­mente investigando, des­cu­­briendo y redescubriendo el mundo de su entorno, relacio­nán­dose cu­rio­­sa y desaprensivamente con él.

4. Son flexibles y creativos

En abierto contraste con la rigidez que suele distinguir al comportamiento adulto, los niños demuestran una gran capacidad de resistencia y adaptación a las circunstancias más cambiantes, complejas y difíciles que pudieran presentárseles. Esa infatigable capacidad de creación y recreación permanente de los códigos ordenadores del mundo adulto, manifiesta en su juego cotidiano o en su comunicación habitual, les resulta esencial para enfrentar con flexibilidad -sin destruirse- situaciones presionantes, desorganizadas o inciertas.

Aprenden a distinguir entre lo que pueden resolver y lo que deben evitar, cuándo puede ser bueno insistir y cuándo postergar, cómo abordar diferenciadamente situaciones análogas pero con protagonistas distintos. Aprenden a esperar, a tolerar, a callar, a reservarse espacios y momentos, a avanzar o retroceder, a mostrarse o a esconderse, a replegarse o a desafiar, según como evalúen sus fuerzas y sus oportunidades.

5. Buscan hacer diver­ti­do su actuar

En ninguna edad como en ésta, los seres humanos nos mos­tramos con perma­nente disposi­ción a jugar, es decir, a conver­tir to­dos nuestros actos en experien­cias íntima­men­te agrada­bles, a disfrutar desaprehensivamente el instante, gozando el proceso de hacer liberado de la angustia por sus resultados.

Esa capacidad de impedir que la preocupación por el futuro, mediato o inmediato, invada y contamine el presente, es descalificada por los adultos como signo de irresponsabilidad e inmadurez. Pero es esa, justamente, la que otorga a los niños la capacidad de vivir o de buscar vivir, casi compulsivamente, con inten­si­dad y placer cada minuto de su existencia.

6. Se muestran afectuosos

Los niños exhiben con naturalidad su permanente expectativa de ser acep­ta­dos y acogidos por las demás personas, especialmente por quienes les son significativas. No ocul­tan sus afectos, revelando espontáneamente empatía y generosidad a quienes ama, sin pudor alguno de mostrar cuánta necesidad sienten de nosotros o de recibir señales que demuestren cuan necesarios ellos nos resultan.

7. Son muy sensibles al contacto cor­po­ral

Este es un período de la vida en donde los seres humanos mostramos abiertamente nuestra necesidad de tocar a otras personas y de ser tocados por ellas, necesidad que va más allá de las demostraciones de afecto. Al igual que el impulso a jugar, no tiene motivación específica, no está dirigido por una intención particular.

Ocurre porque sí, se siente agradable y eso basta. Los niños abrazan, se aferran, acarician, palmean, empujan, se juntan o se jalan, se entrelazan, se apilan unos sobre otros, disfrutando su cuerpo y todas las sensaciones que provoca el encuentro de otros cuerpos, como no hará después por el peso de la culpa y de los miedos que infunde la cultura.

8. Son comunicati­vos

Los niños, a cualquier edad pero especialmente a ésta, se revelan como seres esencialmente comu­ni­cati­vos. Demandan con intensidad inter­actuar con otros, mos­trándose extrema­da­mente recep­ti­vos a la comuni­ca­ción de emociones y sentimientos, en una constante necesidad de intercambiar mensajes con las personas de su entorno. Cuando empiezan a dis­poner de la palabra como recurso de comunicación, necesi­tan ade­más ser escuchados y escuchar que les hablen. El aislamiento y el silencio aparecen apenas como momentos de su itinerario y le resultan significativos sólo cuando ellos lo eligen, no cuando se los imponen.

9. Actúan en coherencia con sus emociones

Lo que suele ser visto como «dificultad para esconder sus emociones», no es otra cosa que una gran capacidad para sentir intensamente sus afectos y actúar en coherencia con ellos.

El cuidado por la apariencia aparecerá después como producto de la socialización, pero en esencia resulta extraña a la forma de comportamiento social típica de los niños. Si algo les causa pena, se entristecen; si les causa rabia, se enfurecen; si los alegra, se entusiasman; si los fastidia, lo rechazan; si provoca su asombro, se aproximan; si les inspira ternura, lo abrazan. Su modo de obrar es siempre congruente con su modo de sentir, aunque eso les traiga problemas al interior de una cultura que valora y cuida minuciosamente las apariencias.

10. Construyen con satisfacción su propia identidad

Los niños exploran siempre con interés sus características físicas, sexuales, sociales y emocionales, fantaseando o ensayando diversas posibilidades de ser. Esta actitud se traduce en una espontánea curiosidad por su cuerpo, examinándolo con placer, preguntando y haciendo comparaciones con el de otros, exigiendo saber más sobre sí mismos.

Nunca como en esta etapa de la vida, el propio cuerpo constituye motivo de tan­ta admiración, orgullo y búsqueda. Pero los niños empezarán pronto a aprender los límites y posibilidades socialmente establecidos para el ejercicio de los roles masculino o femenino, e ingresarán simultáneamente al mundo de las negaciones y prohibiciones establecidas por la cultura.

4. La crianza y la educación como experiencias de inter­aprendizaje

Hemos propuesto una lectura crítica a los paradigmas que sustentan las ideas y los supuestos que manejamos cotidianamente acerca de los niños, de las necesidades humanas y, en particular, de las necesidades del desarrollo infantil. Hemos dejado planteada la enorme influencia de estos viejos paradigmas no sólo sobre la concepción misma de la niñez, sino sobre la forma de relación que los adultos solemos adoptar al interactuar con ella.

Pero también ha quedado señalada la distancia entre estas premisas y las características de una educación infantil que no logra desprenderse de ellas; respecto de la dinámica y los rasgos que cualquier observador desprejuiciado advertiría en el curso del desarrollo y la conducta de niños y niñas desde que entran en contacto con el mundo.

Esta desacostumbrada y, para algunos, sorprendente, percepcion de los niños, que pone énfasis en lo que tienen como recurso y posibilidad, constituye o debiera constituir el telón de fondo de la tarea educativa, tanto en la familia como en los espacios formales. De una tarea que basada en el supuesto contrario -que acentúa la fragilidad y las carencias de este período evolutivo- ha construido un conjunto de procedimientos socializadores que necesitamos discutir y volver a pensar, a la luz de aquellos hallazgos sobre tendencias y características del desarrollo y la conducta infantil, que empiezan hoy a desafiar antiguas certezas.

Esto exige, como es obvio, redefinir muestro antiguo modo de plantear la educación. Especialmente la de los niños menores de seis años, a quienes siempre consideramos demasiado pequeños para preocuparnos tan aprehensivamente por sus posibilidades; y porque siempre hemos pensado que todavía tenían todo el período de la primaria para «aprender».

Cada vez nos resulta más arduo, sin embargo, continuar subestimándolos y sosteniendo una relación indiscriminada y arbitrariamente asimétrica con ellos. A pesar de diferencias evidentes e indiscutibles en niveles de maduración psicobiológica y en roles socioculturales, las evidencias se acumulan en favor de la tesis que propone a los niños como sistemas inteligentes y biológicamente autodeterminados.

La naturaleza de nues­tras diferencias -que las hay sin duda alguna- no puede seguir justificando una relación de superioridad y subordinación en favor o en detrimento de ninguno, por más difíciles que sean sus circunstancias de vida.

4.1. APRENDIENDO A MIRAR AL NIÑO CON RESPETO Y CURIOSIDAD

La consecuencia de esta premisa y que debiera constituir el punto de partida de la crianza, el cuidado y la educación de los niños, puede parecer obvia y sin embargo no se percibe ni se asume con facilidad: el respeto.

Respetar a los niños en su legítima diferenciación de la identidad y las expectativas del adulto ha resultado un desafío casi imposible de satisfacer a lo largo de la historia de la humanidad. Porque el genuino respeto, el que se sostiene en la empatía, va más allá de la simple abstención en la agresión; más allá de la cómoda renuncia a ejercer influencia sobre su comportamiento; e incluso más lejos que las demostraciones de afecto o de ternura, actitud maternal que tanto sus progenitores como la mayoría de sus docentes han podido ofrecer desde siempre a los más pequeños sin mayores desgarramientos personales.

Abrir las puertas al respeto, es abrirse a la necesidad de empezar a mirarlos como personas distintas a nosotros, a sus padres o a sus hermanos; distintas entre sí y distintas al sinnúmero de fantasías y miedos que recorren la aprehensiva mente de educadores, en todas las épocas y regiones del mundo. Esto es lo verdaderamente desafiante. Mirarlos como personas legítimamente distintas; no mejores ni peores per se, por el hecho de ser niños, “sólo niños”. Dignas de ser escuchadas pero también emuladas, como cualquier persona de cualquier edad, que puede ser criticada e inducida a mejorar, sin perjuicio del respeto ni de la más genuina admiración.

Admitir que un niño puede ser respetado y admirado, a su vez, nos abre las puertas a la curiosidad. Sólo si dejamos de ver al niño como minusválido, a quien hay que ayudar compasivamente, y lo aceptamos como otro ser humano de quien podemos recibir y aprender, estaremos en disposición de reconocer que necesitamos saber más de ellos. No sólo de la teoría y de los conceptos obviamente generalizadores que buscan explicarlos de un modo universal, sino de cada niño en particular.

Este conocimiento de la persona resulta una condición básica para cualquier padre o educador que busque, con perfecto derecho y necesidad, influir de algún modo en sus formas de actuar o de pensar, propósito indiscutible de cualquier sistema de crianza o educación. Porque no puedo proponer ni esperar cambio alguno en un niño de quien desconozco con precisión quién es, quién cree ser, desde qué lógica decide hacer lo que hace o cómo percibe a las personas y a las circunstancias de su entorno.

Y porque tampoco podemos esperarlo si no reconocemos, al mismo tiempo, la influencia que de hecho los niños ejercen sobre nosotros. En la definición o redefinición de nuestra propia identidad y nuestros roles, del sentido de nuestros actos y propósitos, de nuestros propios estilos de relación social, de nuestros hábitos y rutinas, de nuestros proyectos de vida.

Que la presencia de los niños en nuestros espacios de vida cotidiana, se trate de la familia, la cuna, el jardín o el vecindario, impactan y modifican decisivamente en nosotros posturas, creencias o reglas en muchos órdenes y niveles, resulta ya una evidencia irrefutable para la psicología, la antropología y para el sentido común.

El problema consiste simplemente en dejar de considerar y manejar esta influencia como un desastre indeseable, para empezar a percibirla y recibirla como una oportunidad de genuino enriquecimiento y crecimiento personal.

4.2. CONSENSOS BÁSICOS PARA LA CRIANZA Y EDUCACIÓN INFANTIL

En suma, todos los agentes que intervienen en la socialización de los niños -padres, madres, abuelos, hermanos mayores, cuidadoras, animadoras, docentes- estamos urgidos de iniciar cuanto antes un proceso crucial de desaprendizaje: el de un tipo de relación intergeneracional basada en la arbitraria diferenciación de estados, maduro/ inmaduro, lógico/ ilógico, capaz/incapaz, experimentado/ ignorante, que se expresa en una degradante diferenciación de roles, enseñante/ aprendiz, preceptor/ obediente, jefe/ subordinado. Y urgidos así mismo a ponernos de acuerdo al menos en cuatro principios básicos:

a) Los niños son personas, no sujetos en proceso de serlo.

Los niños constituyen desde que nacen seres inteligentes con capacidad de autodeterminación. Es decir, representan sistemas distintos al adulto en su forma de operar dentro de su ambiente físico y social. Es ese modo de funcionar, coherente desde su propia lógica y sus características estructurales, el que necesita ser entendido y aceptado, antes que descalificado como inmaduro, primitivo, pre-lógico y, por lo tanto, inferior.

Entenderlo supone, a su vez, colocarse en un esfuerzo permanente de empatía y escucha, que exige sobre todo poner atención a su hacer. Observar con serenidad y genuina curiosidad no sólo sus palabras sino el lenguaje mudo pero elocuente de sus comportamientos, para desentrañar qué siente y hacia dónde se dirige con sus distintas formas de actuar. Aceptando la legitimidad de sus percepciones, emociones y juicios, aunque no los compartamos siempre.

b) Todos los niños son portadores de un mundo en las manos.

Cada niño -como cualquier persona- configura dentro de sí mismo un mundo amplio y complejo de relaciones, circunstancias, experiencias, creencias, expectativas y pautas de acción. Ese es el marco de referencia personal que explica y orienta permanentemente su comportamiento. Desde él realiza su lectura, traducción e interpretación de todo lo que vive. Es el mundo que le da identidad y que él mismo ha construído a su manera, del mismo modo en que los jóvenes, adultos o ancianos constituyen el suyo a lo largo de su vida.

Cualquier esfuerzo de crianza o educación que asuma la premisa anterior, necesita enfrentar el desafío de conocer este mundo, el marco de referencia personal de los niños y niñas sobre los que desea influir; y que no es equivalente a aquello que denominamos genéricamente la cultura de la familia o la comunidad, aunque se inscriba en ella. Esto significa hacer el esfuerzo de identificar -pero colocándose en la propia perspectiva de nuestros hijos o alumnos- sus escenarios habituales, las experiencias que forman parte de su vida cotidiana, los personajes que constituyen su entorno, los roles que desempeñan, así como el lugar y las oportunidades que les asignan familiar y socialmente, entre otros componentes.

c) Aún en la adversidad, conservan recursos y potencialidades

Hemos mencionado ya cómo, aún en las situaciones más apremiantes, los niños resisten y se adaptan sin quebrarse ni perder identidad. Aprenden a sobrevivir y a seguir creciendo. Este es un principio esencial para cualquier padre, cuidador o maestro. Pues sea que haya pagado un precio al­to por sus adquisiciones o que accedió a ellas con facilidad y sin riesgos, el hecho es que ninguno viene a nosotros con las manos vacías.

Debemos desacostumbrarnos a mirar casi exclusivamente lo que los niños no saben, no pueden, no alcanzan, no poseen, no para inventarles las facultades que no tienen ni para presionarlos a que las adquieran a la fuerza o de manera mágica, sino para empezar a hacer el otro inventario, el que pocas veces nos arriesgamos a efectuar: el catálogo de cuánto sí saben, el de todo lo que demuestran poder hacer bien, el de los saberes que de hecho han adquirido y acumulado en su experiencia, el de sus talentos personales -aunque en teoría «no corresponda» aún a su edad- o el de las estrategias que han utilizado con resilencia para sacar provecho de todo lo que han vivido, aún en las circunstancias más difíciles.

d) No todos tienen iguales capacidades y no siempre lo saben

Si partimos de las premisas anteriores, nos resultará aún más obvio sostener que las personas en general y los niños en particular, no poseen ni desarrollan capacidades de la misma naturaleza. Es decir, no tienen ni pueden tener lo que Howard Gardner llamaría el mismo tipo de inteligencia
[6].
Padres y educadores tendríamos que abandonar de una vez por todas nuestras expectativas uniformizadoras, por las que creemos que todos los niños deben acceder al mismo nivel de logro en los mismos plazos. Cuando no cumplen nuestras predicciones y no encajan en el modelo estandarizado -plantilla que, además, tiende a sobrevalorar la inteligencia lógica y verbal- los consideramos subnormales. No obstante, reconcer a los niños como personas originales, capaces de aprender por su cuenta, siempre y en toda circunstancia, es empezar a admitir la diversidad de talentos y temperamentos como un dato insoslayable, inevitable, deseable y enriquecedor, no como una señal de retraso, torpeza e incapacidad.

4.3. LA EDUCACIÓN DE NIÑOS COMO ESPACIO DE INTERCAMBIO

Una actitud como ésta hace de las experiencias educativas con los niños, en el hogar, en el Jardín o en la Cuna, ya no simples experiencias de atención, enseñanza o estimulación, sino experiencias de interaprendizaje. Es decir, de genuino y enriquecedor intercambio, que nos coloca en roles activos de participación y reciprocidad.

Porque la visualización precisa de los recursos y potencialidades de los niños, no sólo permitirá al educador saber qué es lo que confirma, descarta o incorpora a sus planes educativos, sino inclusive modificar las mismas certezas que habían servido de premisas hasta ahora a su rol y a su quehacer profesional o a la imagen que tenía de sí mismo. Del mismo modo, permitirá a padres y madres hacer de su paternidad una experiencia de crecimiento personal, de enriquecimiento de su propia identidad, de realización placentera, y no apenas una sufrida rutina de obligaciones monótonas.

Si no partimos de los distintos saberes construídos por los niños en su vida cotidiana, si no aprendemos a valorar lo que viven y disfrutan con mayor intensidad, aquellas adquisiones irrepetibles e inimitables que forman parte de su identidad y que obtuvieron por sí mismos en la interacción con su ambiente, la crianza y la educación de los niños pequeños se convertirá inevitablemente en el fallido y oscuro arte de fabricar sujetos en serie, todos iguales entre sí. Representará, como hasta ahora, antes que nada, un pavoroso desafío de homogenización, tanto más atormentador y frustrante como técnicamente imposible.

Es innegable que formamos parte de una generación que -en ésta y en todas las culturas- tiene una responsabilidad socializadora con los más pequeños. No se trata de renunciar a ese indispensable rol, sino de resignificarlo como una experiencia de encuentro e intercambio, en la que daremos pero también recibiremos. Más aún, en la que recibir -dejarse impregnar por la novedad y la originalidad de cada niño- será una condición sine que non para dar con eficacia.

Porque no podremos influir para mejorar si desconocemos qué situaciones -que ellos perciben como problemas- enfrentan a diario y para qué otros desafíos en este cambiante mundo que se nos viene será necesario prepararlos. No les podremos aportar nada útil si desconocemos qué habilidades ya poseen y cuáles debieran desarrollar para aprovechar mejor las oportunidades que encuentran o encontrarán en sus propios ambientes naturales o entre las diversas expresiones de la modernidad que impactan e impactarán aún más en su vida cotidiana.

Sólo en esta dinámica de intercambio y reciprocidad será posible transformar las experiencias de atención y cuidado de los niños pequeños en experiencias educativas para ellos y nosotros, que más allá de las respuestas funcionales a sus necesidades más primarias, les propongan una oportunidad de encuentro placentero y de crecimiento conjunto. El hogar, la Cuna, el Wawawasi, el PRONOEI, el Jardín o la escuela, deben convertirse en auténticos espacios de interaprendizaje, don­de grandes y pequeños fortalezcamos nuestra capacidad de escucharnos, de reconocernos en el otro y, a la vez, de ser nosotros mismos.

NOTAS

[1] Artículo preperado por el autor para FORO EDUCATIVO y que forma parte del libro «La educación Inicial en el Perú: problemas y posibilidades», elaborado en equipo con Miriam Ponce, Roxana del Valle, Silvia Ochoa y Patricia Andrade, publicado en Lima, Perú, en 1997.
[2] Es obvio que en la infancia hay riesgo, vulnerabilidad y limitaciones. Lo que está en discusión no es el hecho, sino la postura que reduce a la niñez a esta sola característica (como si fuese además la única edad que la posee), dejando afuera de la definición su igualmente constatable capacidad de adaptación, flexibilidad y resistencia en la interacción con su medio. Es decir, no incorporar su enorme capacidad de aprendizaje, crecimiento y autodeterminación en la operacionalización del concepto «niño», presenta a esta edad como un período fundamentalmente frágil y vulnerable.
[3] El concepto que difiere de la noción de “dependencia” no es necesariamente el de “independencia”. No es lo mismo sostener que los niños no son en esencia seres desvalidos y dependientes, a decir que no necesitan de nadie para desarrollarse con normalidad. Proponemos que entre niños y adultos lo que existe, en realidad, es una relación de interdependencia. No hay un solo dador y un solo receptor de dones. Unos y otros influyen de manera decisiva y constante en sus respectivos procesos de desarrollo, reforzándose y retroalimentándose mutuamente; aunque, obviamente, en distintos órdenes de necesidad. El insistir sin embargo en la vulnerabilidad de los niños y en su condición de dependientes, idealiza las caracteristicas del otro lado de esta relación intergeneracional, legitimando el carácter dominante del status adulto y la atribución a los niños de un rol pasivo y subordinado en su proceso de socialización y educación. Pero los coloca además en una posición científicamente indemostrable: como entidades puramente receptivas, objetos inermes del ambiente físico y social, biológicamente incapacitados para tomar decisiones en el itinerario de su evolución. No se han extraído aún las consecuencias de la noción de interdependencia en las prácticas de crianza y en los procesos de educación formal de los niños.
[4] En general, en los planes y políticas públicas que afectan a los niños en diversos países del planeta, se pue­de identificar sin dificultad este mismo concepto del desarrollo infantil, usualmente descrito en «una forma estándar, codificada por una serie de pasos en tránsito hacia la adultez y (caracterizado) por un conjunto estándar de resultados, logrados debido a las costumbres de formación de los niños» (Bell, Chatley y otros, 1995).

[5] Es innegable que buena parte de este “equipaje” ha sido adquirido a un alto costo para el niño, es decir, pagando una cuota de sufrimiento físico y emocional comparativamente más grande que otros niños en circunstancias más favorables. Esto es un hecho tan incontrovertible como repudiable. Pero la gravedad de este problema de equidad social no es lo que está en discusión, sino la existencia misma de aquel equipaje básico. Hubiese sido preferible que les resultase menos costoso, pero no podemos poner en duda el que lo tengan. Este debiera ser el punto de partida de los educadores: no sólo hay un fondo de saberes y disposiciones básicos construídos en su experiencia cotidiana, sino sobre todo una capacidad de aprendizaje -de cambio y adaptación inteligente- que la adversidad (exceptuando obviamente situaciones límite) no logra destruir.
[6] Así, según Gardner, encontraremos niños temprana y progresivamente más hábiles y dispuestos pa­ra la danza, los deportes y demás actividades que demandan capacidad kinestética; otros para la música, el canto, los instrumentos, la composición o la apreciación melódica; otros para la escultura, el moldeado, los desplazamientos en espacios grandes y demás que tengan que ver con la capacidad de ubicación espacial; otros para el liderazgo, para hacer amigos, para manejar situaciones conflictivas, para todo lo que demanda capacidad de relación interpersonal; otros para entretenerse solos, para perseverar, para detectar sus propias posibilidades y limitaciones, para todo lo que exija capacidad de introspección; otros para el lenguaje y la comunicación en general; y otros para el razonamiento lógico o el cálculo matemático (Gardner, 1993).

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