jueves, setiembre 08, 2005

El lugar del currículo, la pedagogía y los sujetos en los procesos de cambio de la educación peruana

Podría parecer sólo una anécdota inactual, si no resultara reveladora de un cierto sentido común en numerosos y respetables círculos de educadores en nuestro medio. A principios del año 2003, el Ministerio de Educación del Perú (2003) circuló de manera restringida un documento denominado «Bases para una estrategia de formulación participatoria de la política y los planes de desarrollo curricular». En él definía una postura no sólo frente al currículo de la educación básica, sino en relación al sentido mismo de la educación en el Perú, en el contexto de sus desafíos actuales. Una de sus afirmaciones sorprendentes, por ejemplo, al menos para mí, es que «el currículo y el debate curricular se encuentran inevitablemente en el centro de todos los cambios educativos», llegando a señalar incluso que el currículo constituye «el principal referente en torno al cual deben darse otros procesos de transformación del sistema educativo».

Reconozco que a buena parte de los lectores, una tesis como ésta no causará mayor sobresalto y hasta la ubicaría rápidamente en el terreno de la obviedad. No obstante, puede ser útil recordar algunos datos que provienen de la experiencia. La UNESCO (2001), en su «Balance de los 20 años del Proyecto Principal de Educación en América Latina y el Caribe», constataba que la importancia otorgada a los currículos durante los 90 había sido sobredimensionada en la región, al extremo de hacer virtualmente equivalente en muchos casos la reforma del currículo con la reforma de la educación. Desafortunadamente, el balance de UNESCO concluía que en general ninguno de estos esfuerzos había logrado cambios significativos en los procesos de enseñanza y aprendizaje, obstinadamente anclados a la enseñanza frontal, a la transmisión de información y a una evaluación enfocada a la repetición de contenidos. Esta evidencia ya había sido recogida y analizada años atrás por varios expertos internacionales, como Juan Carlos Tedesco (1998), quién levantó varias alertas sobre el riesgo de insistir en otorgar a una sola variable una capacidad de transformación que no había logrado ser demostrada.

Si la historia reciente de la educación la­ti­no­americana nos ha dejado como lección que el currículo no era la palanca sensible de cambio que muchos imaginaron, el documento circulado en el Ministerio de Educación (2003) parece no tomarla muy en cuenta. En el capítulo 3 se insiste, aún con más énfasis, en que «el currículo es el eje del desarrollo educativo nacional», que el elemento vertebral de los procesos de cambio educativo de los últimos 20 años ha sido el currículo y que el eje de cualquier sistema educativo «siempre estará constituido por los programas curriculares». Lo que no sorprende es el argumento que sustenta esta tesis: es a través del currículo que el sistema educativo «concreta los objetivos nacionales del desarrollo» y oferta «respuestas a las necesidades económicas, sociales, culturales y políticas que confronta la sociedad».

La función social de la educación

Vamos a intentar contextualizar una tesis como ésta, que constituye por cierto un inmenso lugar común entre los educadores. Shweizer (2000) recuerda que ha sido desde la década del 60 que han venido ganando terreno enfoques más economicistas de la educación, pues fueron economistas de las post guerra los que empezaron a reflexionar y producir muchos análisis sobre el impacto económico y social de la educación, tendiendo a privilegiar las funciones de la escuela en estos dos grandes ámbitos y a orientar en esa dirección las reformas del sistema educativo. Esta es la nítida perspectiva que se encuentra en el documento que comentamos, el que llega a sostener que «las demandas sociales del currículo en el Perú actual corresponden básicamente a las exigencias de su proceso de desarrollo y a las distintas presiones que se dan dentro de las estructuras económica, social, política y cultural».

Naturalmente, esto no es nuevo. Desde Durkheim, ha sido destacable la lista de autores que han concentrado sus análisis del fenómeno educativo en la función socializadora y reproductora de las escuelas, cuando no –como Russell- en su función legitimadora. Braslavsky (1999) nos recuerda, por ejemplo, que en la etapa de la independencia de las metrópolis europeas, los líderes latinoamericanos plantearon la necesidad de educar para la libertad, visión que fue conceptualizada después por distintas corrientes de pensamiento. Lograda la emancipación, los nacientes países de la región percibieron que la educación debía orientarse sobre todo a la construcción y consolidación de los Estados nacionales. Eran los tiempos de una educación para la naciente ciudadanía. En el caso del Perú, esta etapa se vivió hasta el primer tercio del siglo XX, aunque desde una concepción aristocrática del Estado y con una educación, por lo tanto, excluyente, asociada a un modelo oligárquico de desarrollo y en un contexto de intolerancias étnicas, culturales y de género muy profundas a nivel social y político.

Será recién entre las décadas de 1940 y 1970 que los estados latinoamericanos empezaron a transitar a la idea del progreso, a la de Estados más inclusivos, más efectivos en la satisfacción de las necesidades materiales del conjunto de la población y más prósperos como nación. Emergió así la visión de una educación asociada al progreso y la integración. Es la etapa de la gran expansión de la cobertura educativa estatal, que permitió a las grandes mayorías acceder a un servicio antes reservado para las elites. La educación se proponía entonces como una puerta al progreso, como canal privilegiado de ascenso social y logro de la ciudadanía plena.

Fracasado el modelo de desarrollo vinculado al concepto de «Estado de Bienestar», con economías en crisis y aumento de los índices de pobreza, se producen los desencantos sociales y una pérdida de confianza en la educación. Según Braslavsky (1999), las teorías acerca de la educación pierden capacidad para dotarla de sentido ante los ojos de los actores. Estamos en los ´80, la llamada década perdida por los graves problemas de recesión, hiperinflación y endeudamiento de los países de la región.

En la última década del siglo XX ingresamos a otra etapa. Superada toda ilusión de progreso por la vía de un desarrollo rápido, las so­ciedades latinoamericanas apostaron aho­ra al crecimiento, es decir, a lograr realistamente mayores niveles de producción, urbanización, intercomunicación y salud. En este contexto, emerge la visión de una educación como factor dinamizador del crecimiento económico y el desarrollo social; y empiezan a cobrar fuerza planteamientos orientados hacia la formación de recursos humanos. Uno de las más destacados e influyentes ha sido el documento «Transformación productiva con equidad», elaborado por la CEPAL (1992).

El documento del Ministerio de Educación (2003) parece ubicarse en esta perspectiva cuando afirma que existe la «necesidad de una orientación pragmática en la formación y movilización de los recursos humanos que deberá optimizar y ampliar el aparato productivo nacional». Más aún cuando señala que, además, «la educación tiene el deber de constituirse en soporte de la reestructuración política del país y contribuir a la modernización del Estado», tanto como a «restaurar el imperio de la ley y de los valores» y a «fortalecer la credibilidad social respecto a sus instituciones tutelares y representativas».

La invisibilidad de los sujetos

El problema es que en esta visión de la educación, de sus sentidos y funciones más relevantes en el momento actual del país, los sujetos no aparecen. Las identidades, los saberes, las expectativas, los desafíos y demás características generacionales de la legión de niños, adolescentes y jóvenes, que constituyen los principales usuarios del sistema y protagonistas indiscutibles del hecho y la acción educativas, no aparecen. El acento está puesto exclusivamente en lo que los estudiantes deben aprender para aportar a un ente genérico denominado «nación» o «país» y no en lo que ellos necesitan aprender para ser ellos mismos, para hacerse a sí mismos como personas auténticas, autónomas, capaces de tomar sus propias decisiones y de construir sus propios caminos de realización humana, sin perjuicio de su responsabilidad ciudadana. No digo que ambas perspectivas sean excluyentes, pero enfatizar la función social sin mencionar a los sujetos es proponer una exclusión.

Porque sostener que es el currículo y no las personas, en toda la riqueza de su saber cultural y su potencial individual, el eje del desarrollo educativo nacional, es insistir en la misma visión utilitaria y uniformizadora de la educación que levantó Carlomagno en occidente para lograr la cristianización y germanización de su reino, en el siglo VII de la era cristiana.

Naturalmente, esta educación sin sujetos es coherente con la naturaleza y el origen histórico del sistema educativo, que no parece asociado precisamente al desarrollo de las individualidades ni de las propias identidades. Todos sabemos que, en la concepción originaria de una educación formal articulada a un sistema nacional, los alumnos eran considerados insumos –tan intercambiables como desechables- de un proceso cuyo centro estaba colocado sin duda en el currículo y en el maestro. Ya desde el siglo XVII, como lo recuerda Senge (2002), tanto Kepler como Descartes y Newton comparaban el universo con un mecanismo de relojería, expresando la fascinación del nuevo mundo en gestación por el funcionamiento de las máquinas. Tomando este modelo, Federico el Grande, rey de Prusia en el siglo XVIII, revolucionó el concepto de la formación militar, estableciendo criterios de estandarización, uniformidad y entrenamiento en su propio ejército, convirtiendo al soldado en un autómata, semejante a una pieza reemplazable por otra idéntica. En el siglo XIX, serán los industriales quienes usen este mismo referente para diseñar sus organizaciones productivas, instituyendo la llamada «línea de montaje», capaz de obtener a velocidades cada vez mayores un número igualmente creciente de objetos iguales, apoyadas en trabajadores también intercambiables y preparados para ejecutar tareas repetitivas bajo las órdenes de jefes externos al proceso.

Nos recuerda Senge también que en el propio siglo XIX, los educadores no resistieron la tentación de trazar un sistema escolar basado en el diseño de las fábricas. Siguiendo el criterio de la línea de montaje, se organizó el proceso educativo en etapas separadas llamadas grados, distribuyendo a los niños en ellas de acuerdo a su edad y asumiendo que cada estamento pasaría en bloque al siguiente nivel en el mismo plazo. «Toda la escuela se diseñó para funcionar a una velocidad uniforme, con sus campanas y rígidos programas de actividades diarias» basadas en currículos estandarizados, eje definitivo del sistema.

Por su parte, Emilia Ferreiro nos pide tener presente que la escuela pública obligatoria nació para barrer con la diversidad, para homogenizar las diferencias, pues tenía la misión de formar ciudadanos de un mismo Estado. Y lo hizo, incluso, al precio de destruir los dialectos locales de los estudiantes, como en el caso de la Francia del siglo XVIII. Aún en pleno siglo XX, señala Ferreiro, durante los años 50, las escuelas norteamericanas afrontaron el bajo rendimiento de los hijos de inmigrantes, que provenían de otros ambientes socioculturales y hablaban otro idioma, enfatizando el aprendizaje del inglés. Se asumía así, tácitamente, la diversidad cultural –¡la identidad de las personas!- como una perturbación para la construcción de la unidad nacional (Castorina, Goldin y Torres, 1999).

La pedagogía ensombrecida

Esta invisibilidad de los sujetos en el proceso educativo tiene mucho que ver con la desvirtuación de la pedagogía. Reducida a un conjunto de técnicas de enseñanza, a la categoría de «métodos» para el desarrollo del currículo, la pedagogía ha perdido ubicación como disciplina orientadora de la acción educativa. Es oportuno recordar que durante la segunda mitad de la década pasada, los énfasis del Plan Nacional de Capacitación Docente en el Perú estuvieron en la divulgación de los llamados «métodos activos», mientras que el acento de la Dirección Nacional de Inicial y Primaria –en pugna permanente con esta orientación- estuvo en el uso del currículo. En ninguna de las dos perspectivas hubo lugar para la pedagogía.

Ricardo Nasif (2000) afirma que la educación humana –en tanto hecho y acción- se constituyó en el objeto de la pedagogía como disciplina, desde la alta edad media. Desde entonces, su función fue explicar y a la vez orientar la educación de las personas, pero siempre desde una antropología, es decir, desde una reflexión y una perspectiva sobre el ser humano. Hoy, sin embargo, los niños y adolescentes que se educan en nuestras escuelas no logran dibujar sus rostros, reivindicarse como sujetos ni convencer a sus educadores –ni a los diseñadores de las políticas públicas- que ellos mismos y no sólo «el país», «el aparato productivo nacional» o «el Estado», son, necesitan ser, referente para la reforma del sistema educativo y para la renovación de los sentidos más trascendentes de la educación en el Perú de hoy.

A la base de esta exagerada y excluyente centralidad del currículo y, con él, de la función social de la escuela, tienen cabida concepciones de raíz muy profunda en la historia de la educación occidental, como la del niño-tabula rasa. Aunque hoy en día pocos suscribirían explícitamente esta tesis, lo cierto es que si se asume a los estudiantes como una página en blanco, resulta natural que sea la sociedad la que, a través de la escuela, escriba en ella los valores, las normas, las leyes, las tradiciones, los conocimientos y demás contenidos que considera deseables. Al amparo de esta idea, fue Herbart, filósofo, psicólogo y pedagogo alemán del siglo XIX, quien diseñó un método de enseñanza que permitiera grabar en la mente del niño las «ideas correctas» y el «actuar correcto» a través de la instrucción directa. Considerado un ser simple, pasivo y receptivo, el niño tenía como única función la recepción de las representaciones, actuadas desde el exterior; y el educador, la tarea de «edificar el espíritu infantil». Estas concepciones han sellado hondamente la función de las instituciones educativas hasta nuestros días y se asumen con tal naturalidad que pareciera que esta es la única manera en que los educadores de todos los tiempos entendieron siempre la educación (Shweizer, 2000b).

Montaigne, en el siglo XVI, desde una antropología radicalmente distinta, decía que la educación de los niños no era como «llenar un vaso» sino como «encender una antorcha». Esa no parece ser la perspectiva que puede leerse en el documento que comentamos del Ministerio de Educación. Sostener que todo el proceso educativo gira alrededor del currículo y que éste es la expresión de demandas económicas y sociales, es seguir manteniendo a niños, adolescentes y jóvenes en el anonimato y en la más completa oscuridad sus propias demandas generacionales.

Cuando UNESCO (2001) revela que el énfasis en la reforma del currículo ha sido tan fuerte en América Latina en la historia reciente, que casi se ha entendido como equivalente a la reforma del sistema mismo, coexistiendo contradictoriamente con la persistente educación frontal, nos está mostrando dos cosas: primero, que el eje de los cambios no ha estado en los sujetos y, por lo tanto, éstos han mantenido la misma ubicación, subordinada y receptiva de siempre; segundo que es posible, además, sustituir currículos y hasta didácticas, sin alterar la vieja pedagogía de Herbart, convertida en sentido común y sustento de las prácticas más extendidas.

Aunque suene extraño, a los educadores puede resultarnos más difícil comprender el papel de los sujetos y sus interacciones en los procesos de influencia social que a profesionales de otras áreas, como psicólogos y antropólogos. Desde estas disciplinas resulta obvio que cualquier programa de acción –las intenciones- está siempre mediado por las culturas, la personalidad y las circunstancias de los actores; y que es la dinámica de intercambio que se produce entre los sujetos, en el marco de estas mediaciones, la que define en última instancia los resultados de una acción, dirigida intencionalmente a un propósito pero que puede terminar anclando en objetivos distintos. La formación del maestro parece, en cambio, encapsularlo en la teleología de la acción y sobredimensionar, en consecuencia, los instrumentos que expresan de manera directa el «deber ser» de todo acto educativo, como es el caso del currículo.

Lo cierto es que al interior de los procesos pedagógicos de la educación formal o no formal se producen un conjunto de interacciones e influencias donde cada sujeto interviniente, maestros y alumnos, despliegan sus respectivos modos de ser y de pensar, sus percepciones y valoraciones propias del mundo e incluso sus propios objetivos personales. Esta diversidad se explica no sólo por las diferencias culturales sino por las distintas historias individuales, familiares y hasta comunitarias, que pautan el comportamiento y las creencias tanto de los estudiantes como de los propios maestros.

Vigotsky, hace más de 60 años, tenía absolutamente claro que no existía una línea de continuidad entre el currículo y los aprendizajes, debido a la poderosa influencia de los factores históricos y socioculturales en la interacción entre quienes enseñan y aprenden. No es que fuese imposible plasmar una intención educativa, lo que era impensable es que estas intenciones pudieran concretarse sin negociar con las intenciones, necesidades, posibilidades y expectativas de los sujetos que intervienen, lo que vuelve el acto educativo no en una simple «aplicación» del currículo, sino en un proceso intercultural de comunicación humana que hace evidente la absoluta centralidad de las personas.

No es tampoco que la existencia de un currículo sea irrelevante, pero las maneras anteriores de pensar y actuar que cada uno trae al acto educativo sólo pueden ser modificadas en el curso de las interacciones, si acaso la relación entre los sujetos ha sido construida en base al conocimiento, el respeto y la aceptación mutua, única condición que hace posible la apertura intelectual y emocional a la influencia del otro, así como el intercambio genuino de saberes y cualidades.

Ocurre, sin embargo, que a la tecnología educativa le resulta muy difícil comprender lo que la sociología y la psicología social le vienen demostrando hasta el cansancio: no es la aplicación de un instrumento lo que produce aprendizajes, sino la construcción de vínculos sanos y acuerdos satisfactorios entre las personas que interactúan para enseñar y aprender, independientemente de su edad. Y esa evidencia no hace más que ratificar la centralidad de los sujetos, no del instrumento, en el desarrollo de la educación.

Una generación que demanda ser reconocida en su propia identidad

El Perú tiene una de las tasas de matrícula más alta de la región. Nueve de cada diez niños en edad escolar están en las aulas. La oferta educativa pública se ha extendido tanto desde la pasada década del 60, que en los centros educativos del Estado podemos encontrar estudiantes de los más diversos orígenes: costeños blancos, mestizos y negros castellano hablantes del norte, centro y sur, andinos de la zona quechua chanka del centro y del sur, aymaras del altiplano, andinos bilingües o castellano hablantes del norte, ashaninkas de la sierra central y numerosas poblaciones indígenas amazónicas del nororiente de los más diversos dialectos y de una gran variedad al interior de cada grupo étnico y cultural. Un listado más riguroso podría ser diez veces más extenso.

Los niños y jóvenes que provienen de estos ambientes socioculturales, caracterizados generalmente por la pobreza o la precariedad económica, llegan muchas veces a las aulas con una experiencia de vida muy intensa, en la que desempeñan roles que les posibilitan desplegar y afinar habilidades diversas, en ocasiones a niveles de complejidad muy altos, así como forjar actitudes y disposiciones que les permiten afrontar dificultades de manera decidida, creativa y autónoma.

Jeanine Anderson (2003) ha revelado, en un reciente estudio, la fecunda diversidad de experiencias por las que pasan niños y niñas de comunidades rurales de la costa y sierra peruanas durante sus primeros años de vida, y que tienen que ver con la vida doméstica, la agricultura, el pastoreo, la caza, la artesanía, la música, la danza, la crianza de animales, el cuidado de hermanos o el juego en diferentes contextos, destacando el caudal de saberes y las redes de relaciones que cultivan en ellas. Lo trágico es que todos estos niños, niñas, adolescentes y jóvenes, a pesar de todo lo que tienen para ofrecer y para descubrir dentro de sí mismos, van a ingresar a una escuela estandarizada a estudiar exactamente el mismo currículo –sobreestimado como «eje del desarrollo educativo»- y a aprender lo que «el país» -traducido por el currículo- les exige.

En ambientes más urbanos o de mayor dinámica intercultural, la variedad de situaciones e información que los medios ponen a disposición de estos niños y jóvenes, sumadas a la variedad de medios tecnológicos ahora disponibles y que hacen posible la comunicación a enormes distancias, contribuye no sólo a ampliar el horizonte cultural de las actuales generaciones hacia realidades diversas, sino también sus códigos de comunicación y de comportamiento, sus opciones y preferencias, revelándoles posibilidades que las generaciones del 60 o del 70, para no ir más atrás, no tenían a mano ni siquiera en la capital del país.

Estos contrastes son los que hacen sostener a Gardner (2000), contradiciendo la moraleja de la célebre metáfora de Batros, que el hipotético maestro resucitado el año 2000 después de 100 años de fallecido, no podría en realidad trabajar normalmente en un aula de clases a pesar de encontrarla básicamente idéntica a la que dejó en 1900. La razón es que los estudiantes no serían los mismos. Si el mundo de intramuros de la escuela no cambió, el mundo de afuera sí lo hizo y al punto de posibilitar que la niñez y la adolescencia de hoy sean sustantivamente distintas a las de hace un siglo atrás. Generaciones que exhiben no sólo una identidad diferente sino una capacidad de comprensión y respuesta respecto de sus contextos de vida que no mostraban, por ejemplo, los jóvenes de los primeros dos tercios del siglo XX.

El drama, como afirma Cassasus (2001), es que los sistemas educativos que tenemos, herencias del siglo XVIII, no saben cómo recoger, cómo atender ni cómo evaluar las necesidades y demandas relativas al desarrollo personal de los estudiantes, a su identidad y subjetividad, a su propia perspectiva cultural y generacional. No las comprenden, no las valoran, no las toman en cuenta. Sólo están preparados para enseñar y evaluar contenidos relativos al mundo de las disciplinas y en eso agotan todos sus recursos.

Formación humana y formación ciudadana

Todas las preguntas respecto de cuánto puede aportar la educación a una sociedad que en su conjunto tiene legítimas aspiraciones colectivas y a la que pertenecen los estudiantes que de ella reciben una educación sistemática, son absolutamente válidas. Nuestro país necesita ciudadanos conscientes, comprometidos, con una profunda vocación democrática y una efectiva capacidad para afrontar problemas y desafíos de naturaleza económica, social y política con creatividad, proactividad y sentido ético. El problema es que ese rol no puede ser jugado si las personas no lo eligen libremente y no perciben con autenticidad que queda un espacio suficiente ancho para sí mismos, para sus propios sueños, para sus proyectos y metas de realización personal. Menos aún si la educación no les ofrece la oportunidad para conocerse mejor, para aprender a conocer a los demás y a convivir en sus diferencias, para discernir con lucidez sus propias opciones en contextos de desafío y para actuar con creatividad y eficacia, sin renunciar a ser ellos mismos y, a la vez, sin excluir a los demás.

Pero asumir la centralidad de los sujetos para la educación, tiene consecuencias. Edgar Morin (1999), por ejemplo, propone que uno de los siete saberes fundamentales que la educación debe propiciar en las personas es su capacidad de reconocer y distinguir las cegueras del conocimiento e iniciarlas en la lucidez. Para Morin, toda percepción es una traducción reconstructora y ningún conocimiento puede lograrse sin interpretación.

Esto significa que todo conocimiento conlleva el riesgo del error y la ilusión, debiendo la educación prepararnos para identificar en su origen los errores mentales e intelectuales derivados del dogmatismo de teorías e ideologías; los errores de la razón, asociados a la autojustificación racional y al rechazo apriorístico de cualquier controversia; y las «cegueras paradigmáticas», que atan inconscientemente nuestro pensamiento a los límites de un enfoque determinado.

Este tipo de aprendizaje exigiría desarrollar en las personas una aguda capacidad de auto-observación, una aptitud reflexiva y crítica respecto del propio comportamiento.

Morin también considera necesario desarrollar la capacidad de reconocer la identidad y complejidad de la condición humana, asumiéndola en toda su complejidad física, biológica, psíquica, cultural, social e histórica, plenamente biológica y cultural a la vez, en la que se trenzan cerebro, mente y cultura; razón, afecto e impulso; individuo, sociedad y especie. Considera necesario además madurar la capacidad de convivir desde la mutua comprensión de nuestras diferencias, aprendiendo a ser tolerantes y aceptarnos en la diversidad de perspectivas existentes.

En ese sentido, considera indispensable estudiar la incomprensión, los racismos, las xenofobias, en sus raíces, modalidades y consecuencias, no sólo en sus síntomas. Para Morin, la comprensión humana supone un conocimiento de sujeto a sujeto, un proceso de empatía, identificación y proyección, una actitud de apertura, simpatía y generosidad. Exige también habilidad para reconocer y superar obstáculos poderosos como la indiferencia, el egocentrismo, el etnocentrismo y el sociocentrismo, que vuelven insignificante u hostil todo lo que se percibe ajeno.

Exige, además, aprender cuatro niveles de la tolerancia: respetar el derecho de proferir un propósito que nos parece innoble; respetar la expresión de las ideas antagónicas a las propias; respetar lo que haya de verdad en la idea antagónica a la nuestra; respetar diferencias asociadas a enajenaciones originadas en mitos, ideologías o errores que desvían a los individuos de sus intenciones. Las ideas de Morin pueden discutirse, pero lo que no puede negarse es su decidida apuesta por una educación centrada en las personas, que no pierde de vista la ciudadanía.

Reflexiones finales

Detrás de algunas exacerbadas posturas contrarias al enfoque del currículo de educación básica, orientado al desarrollo de competencias, es posible reconocer exactamente el mismo sesgo que encontramos en el documento «bases para una estrategia de formulación participatoria de la política y los planes de desarrollo curricular»: un enfoque centrado en el currículo, en la enseñanza y en contenidos de información, absolutamente subordinado a una peculiar interpretación de las llamadas «demandas sociales».

Esta postura es nítidamente distinta a un enfoque centrado en los sujetos, en los aprendizajes y en capacidades que aporten a la formación humana. Pero la apuesta por la centralidad de los sujetos y por la formación humana no está reñida con las demandas de ciudadanía. El enfoque propuesto en el informe de la Comisión de UNESCO presidida por Jaques Delors (1994) es una prueba elocuente de ello. Allí se plantea a la educación la exigencia de propiciar en las personas el desarrollo de la capacidad de «influir sobre el entorno en situaciones diversas e imprevisibles, poniendo en práctica conocimientos teóricos y prácticos, tanto como cualidades subjetivas innatas o aprendidas, anticipando el futuro, afrontando y solucionando problemas solas y sobre todo en equipo, construyendo relaciones estables y eficaces entre las personas». Una educación orientada a la formación de personas competentes, es decir, reflexivas, creativas, resolutivas y, además, según Braslavsky (1999), seguras de su identidad, no excluye la formación del ciudadano y del productor, de sus capacidades de actuación en el escenario público. Pero sí las antecede y las sostiene.

Lo que no deseo para mi país, como el documento que comentamos lo sostiene literalmente, son ciudadanos adaptados a «los nuevos contextos normativos», que observen «el principio de autoridad», que crean en sus «instituciones tutelares y representativas», que además sean honestos, no usen drogas, aprendan un modesto oficio, consuman sólo productos nacionales y rechacen el uso de bienes superfluos, mientras tanto son otros lo que formulan las normas, ejercen el rol de autoridades, dirigen las instituciones tutelares, fabrican los productos nacionales que los egresados de las escuelas públicas están en obligación de consumir, gerencian las empresas en las que pueden emplearse o disfrutan sin regateos la comodidad de lo «superfluo».

Por el contrario, deseamos ciudadanos de primera clase, con valores cívicos pero igualmente capaces de participar en las decisiones y aportar soluciones, con capacidad crítica y, a la vez, con capacidad concertadora y colaboradora, con liderazgo, con imaginación, con sentido del orden y del respeto a la ley, pero con capacidad también, finalmente, de reinventar o innovar las mismas leyes, las instituciones y los sistemas de producción.

Esta categoría de ciudadanos no se construye sobre seres dóciles e inauténticos, que desconocen o subestiman sus propios saberes y cualidades o minimizan el valor de su proyecto personal. No se construye desde una educación centrada en los currículos, en los contenidos y en la enseñanza, sostenida en la vieja pedagogía del alfarero que confunde a los seres humanos con paquetes de arcilla y considera, como Burke en el siglo XVIII, que la función de la sociedad es civilizar la deficiente naturaleza humana.

El sistema educativo, los enfoques y mentalidades que lo sostienen, constituyen hoy en día una expresión dramática de obsolescencia que el país no puede darse el lujo de seguir tolerando.

Pero su urgente transformación –no su mejoramiento- exige una mirada más sistémica y menos fundamentalista de sus problemas y sus posibilidades de cambio. Los currículos, sin duda, son una variable importante, pero no puede ser más decisiva que las personas mismas. La transformación del sistema requiere procesos genuinamente centrados en los niños, los adolescentes y los jóvenes de este complejo y diverso país, que necesitan ser protagonistas desde ahora de la historia de la educación nacional. De esa nueva historia que, en medio de marchas y contramarchas tan absurdas como exasperantes, no terminamos de empezar a escribir.

Puede ayudar mucho a esta reorientación de nuestros esfuerzos una valoración más seria y un posicionamiento más significativo de la pedagogía, desmarcada de los fuertes sesgos tecnológicos que la han arrinconado a la pequeña esquina de las metodologías o las actividades didácticas.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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