domingo, setiembre 11, 2005

Fracaso escolar en la escuela primaria: ¿la familia tiene la culpa?

Relaciones familia-escuela: entre los paradigmas de la cooperación y de la complementariedad

Si apelamos al sentido común de la gran mayoría de educadores, podríamos llenar seis bibliotecas con los numerosos discursos que reclaman casi al unísono mayor participación y responsabilidad familiar en la educación y en la formación de sus hijos. Pero esta impecable demanda, que aparece como un principio lógico e irrefutable, incluye a su vez una queja aún más grave.

Porque casi todos los maestros no sólo denuncian la crónica desidia y negligencia de los padres, sino que atribuyen principalmente a aquellas los fracasos de sus hijos en su vida escolar. El señalamiento de la familia como la gran responsable del bajo rendimiento, la indisciplina o la repitencia de los niños, en efecto, ha constituido desde siempre un enorme lugar común.

No es extraño, por ello, que numerosas “Escuelas de Padres” y demás instancias que parecen proponerse con sana ingenuidad y loable audacia enseñar a ser padres (¿existe alguien que crea haber completado ya semejante aprendizaje?), se concentren en criticar una forma de criar; y en prescribir, en nombre de la ética y el desarrollo infantil, un conjunto de principios y de con­ductas modelo, de validez universal, supuestamente apli­cables en cualquier circunstancia, tiempo y lugar.

Así, como ocurre con los propios niños, que son urgidos a adecuar su perspectiva y sus propias características a la visión y las reglas del espacio escolar, la escuela se propone, con la mejor de sus intenciones, influir sobre los padres a fin de lograr la adecuación de sus posturas habituales a los valores considerados deseables por esta suerte de “cultura escolar” universal: colaboración, participación, cumplimiento, apoyo, disciplina, orientación, respeto...

Estamos hablando de adecuación, no de consensos. Es decir, la escuela asume que es obligación de los padres colaborar con la educación de sus hijos. Y colaborar significa hacer todo lo que sus maestros le indiquen. Pero no asume, necesariamente, como parte de su misión, la búsqueda de acuerdos básicos que incorporen perspectivas e intereses de ambas partes, y que se orienten a construir una visión compartida sobre la educación que los niños necesitan y esperan; o sobre los roles que cada uno podría jugar -complementariamente- en esa tarea común.

Y es lógico. Porque la posición familiar suele ser perci­bida por muchos educadores como intrín­secamente defectuo­sa, es decir, comúnmente errada, ambivalente, irresponsable, obsoleta, patógena, ignorante de las “verdaderas necesidades” de sus hijos e indiferente a sus dificultades de aprendizaje.

Naturalmente, como la experiencia cotidiana de trato con los padres parece confirmar esta imagen, dado que no asisten cuando se les convoca, no cumplen con lo que se comprometen, no colaboran con sus hijos como el profesor lo espera, plantean demandas fuera de lugar o exhiben numerosos conflictos internos, así como una terrible dificultad para resolverlos; muchos se preguntan con sinceridad, ¿cuánto podría haber realmente de legítimo y, por lo tanto, de recuperable en la perspectiva de muchos padres?.

Por el contrario, todo pareciera indicar que el único camino lógico que les quedaría -a la mayoría al menos- es tomar nota de las indicaciones de los maestros y/o de los psicólogos escolares, y cumplirlas al pie de la letra, por el bien de sus hijos. Es decir, más que consensos, se busca acatamientos. A menos que llamemos consenso a que los padres manifiesten acuerdo con todo cuanto se les dice y exige desde la escuela.

Pero son muchas las familias que consienten y refuerzan esta postura de subordinación, al depositar en la escuela todas las responsabilidades y todas las prerrogativas en la educación y en la socialización de sus hijos. Lamentablemente, esta suerte de cuasi abdicación de los roles y responsabildades paternas es a su vez alimentada por la escuela, al demandar sistemáticamente a los padres el cumplimiento de un papel subsidiario. Es decir, al presionarlos a ejercer como docentes auxiliares en casa, invirtiendo los escasos tiempos de encuentro familiar en experiencias de persecusión, hostigamiento, exigencia, reprensión y censura, en nombre de la buena educación y de la responsabilidad.

Paradójicamente, creo que esta forma de mirar a las familias y de concebir su rol en la educación de sus hijos es el principal obstáculo a la participación. Mientras les sigamos demandando cooperación más que complementariedad, permaneceremos en la lógica de la adecuación de su visión a la visión de la escuela; y esto generará más resistencia o más subordinación. Hablar, en cambio, de construir una visión compartida, en el sentido que lo propone Peter Senge, es colocarse en la lógica de la construcción de acuerdos, que supongan para ambas partes replantear su manera de funcionar como sistemas. Y por lo mismo, replantear sus propios roles y redefinir el concepto de calidad de las experiencias de aprendizaje que, en ambos espacios, se necesita garantizar a los niños.

Debo admitir, sin embargo, que la postura de la demanda de cooperación no resulta fácil de rebatir. Porque forma parte de un sistema de creencias profundamente anclado en un cierto sentido común que padres y educadores compartimos, reforzado en las tendencias más etnocéntricas de la cultura, largamente alimentado por ciertos enfoques -más bien individualistas y mecanicistas- de la psicología escolar; pero retroalimentados también por el paradigma epistemológico con el que solemos mirar nuestra propia experiencia, la que pareciera acumular evidencias a favor de una relación de supuesta causalidad, unilineal y directa, entre familias con problemas y niños con problemas al interior de las aulas.

Esta es la visión que me voy a permitir cuestionar, desde una perspectiva sistémica y constructivista, menos empeñada en aislar las variables del problema y más interesada, por el contrario, en relacionar hechos, actuaciones y circunstancias al interior de contextos significativos más amplios; intentando recuperar además la perspectiva de todos los actores.

Alguien tiene que tener la culpa

E.M. es una niña de 5 años que se niega a regresar al aula después del recreo. Cada vez que su maestra le pide entrar, ella se resiste gritando, insul­tan­do o lanzándole la lonchera e insiste en marcharse a casa. A la pregunta por las probables causas de este comportamiento, la profesora responde: «Ella es hija única, así es que ya se puede imaginar lo engreída que es. Pero eso no es todo. Tiene padrastro. Su madre es separada y el hombre con el que vive es su segundo compromiso. Además, yo sé que en su casa le hablan groserías a la niña».

El caso describe una típica conducta que desafía las reglas establecidas. A este tipo de conducta acostumbramos llamarle indisciplina. Pero aquella es tam­bién la típica explicación de esa conducta, construida por su profesora. Efecto y cau­sa. Indisciplina y familia. El fenómeno es ampliamente recurrente en cualquier es­cue­la o jardín, público o privado, pobre o rico, urbano o rural, del territorio nacional. La casuís­tica es exuberante.

La lógica de semejante razonamiento es muy sencilla: desde una perspectiva más bien jurídica, cada vez que ­detecta­mos algún problema en el comportamiento o el rendimiento de algún alumno, pensamos de inmediato que alguien tiene por fuerza que ser culpable. Y por supuesto, si nosotros somos los que asumimos el papel de fiscal y juez en el conflicto, no podemos, a la vez, ser responsables por la infracción cometida.

Es entonces cuando maestros y psicólogos nos ponemos rápidamente de acuerdo en dirigir la mirada escruta­dora a los dos únicos lugares imaginables como fuente de problemas en la escuela: el niño mismo o... su familia. ¿Dónde más podría estar la causa?.

La familia como invencible causa final

A.P. es un niño de siete años que le gusta mucho hablar de sus propias experien­cias en clase. La profesora declara que prefiere siempre la conversación a trabajar como sus demás compañeros, tal como ella esperaría que hiciese. Nuevamente, estamos ante un típico caso de transgresión de las normas. La maestra ha elaborado la siguiente explicación: «Veo que él no tiene interés en aprender. Además, su mamá también es muy habla­dora».

Este tipo de hipótesis es recurrente. Y es que, en efecto, la dificultad que repre­senta comprender la complejidad de las relaciones existentes entre el hecho que les preocupa y el contexto inmediato en el que se producen -es decir, entre la conducta del niño y la calidad de las interacciones y experiencias que ocurren en el aula- nos lleva muchas veces a la necesidad de fabricarle atribuciones causales arbitrariamente
[ii].

Y ha sido la psicología escolar la que ha proporcionado a los maestros un conjunto de nociones que les permiten realizar tales atribuciones desde una supuesta “base científica”, siempre además en una misma dirección. Así, la indisciplina o la pobre perfo­mance académica tiende a explicarse por lo general en razón de un sinnúmero de perturbaciones emocionales provocadas por la acción o la omisión de sus padres, cuando no por su historial médico personal.

Estas perturbaciones tendrían, a su vez, una fuente segura en una tipología familiar supuestamente alejada de los patrones considerados «normales». Así, los niños que son hijos únicos, que son hijos últimos, que están situados en el medio de dos hermanos, que son primogénitos, que tiene hermanos adolescentes, que tiene un hermano recién nacido; que son hijos de madre soltera o de madre divorciada, que no viven con su padre, que tienen padrastro o madrastra, que pertenecen a una familia muy extensa, que conviven con los hijos del segundo compromiso de su madre o del marido de su madre, que son criados por la abuela o por la tía, que tiene padres que pelean constantemente, que tiene padres que casi nunca se hablan, que tiene un padre que toma demasiado, que tiene una madre infiel... todos ellos (y la lista de casos podría continuar) estarían inevitablemente afectados. Lo que se expresaría necesariamente en una conducta «desa­dap­tada» al medio escolar: indisciplina, bajo rendimiento académico.

Desde esta lógica, incorporada al sentido común de los maestros y reforzada de buena fe por no pocos psicólogos escolares, los niños que provienen de algunas de estas familias padecen de «carencia afectiva». Esta necesidad de cariño generaría en ellos una «alta cuota de ansiedad», adoptando comportamientos indisciplinados dirigidos a «llamar la atención» de sus profesores y a demandarles una mayor dedicación personal.

Otros niños, en cambio, padecerían el síndrome opuesto. Es decir, tendrían problemas de «exceso de afecto», siendo sobreprotegidos, mimados y consentidos por sus familiares. Lo curioso de esta hipótesis es que las consecuencias de una situación semejante serían exactamente las mismas de la anterior: niños ansiosos y demandantes, habituados a llamar la atención de sus maestros y a esperar de ellos mayor atención individual.

Dicho de otro modo, los niños no se adaptan y fracasan en la escuela porque están engreídos por su familia. O porque no lo están. Porque le hacen demasiado caso. O porque no lo toman en cuenta. Porque están influenciados por modelos negativos de conducta familiar. O porque sus padres no representan ningún modelo verdaderamente influyente. Porque lo presionan demasiado. O porque no le exigen nada. Porque están todo el día al lado del niño. O porque nunca le dedican un minuto de su tiempo. Porque la ausencia del padre le provoca sufrimiento. O porque la presencia del padre es fuente de tensiones. Porque la madre es muy habladora. O porque no se comunica con él. Porque es el último hijo y por lo tanto el centro de todas las atenciones. O porque es el primogénito y por lo tanto es el centro de todas las responsabilidades.

Es una genuina fatalidad. Haga lo que haga, sea como sea, viva como viva, nazca donde nazca, desde una lógica como ésta, la familia siempre tendrá la culpa
[iii].

El mito de la familia feliz

Pero, cuidado. En esta socorrida argumentación causal hay una trampa. Y es una trampa fácil de desentrañar apelando rigurosamente al más simple sentido común. Para empezar, reflexionemos por un instante en qué momento aparece en nosotros el tema de la vida familiar de nuestros alumnos como una auténtica preocupación y como una necesidad de investigación.

Para ser sinceros, el tema no ocupa nuestra mente jamás... excepto cuando un alum­no muestra un comportamiento inquietante, que contraría nuestras expectativas. Recién entonces, la vida familiar de ese niño, antes oscura para nosotros, pasa al primer plano de nuestra observación y de nuestras especulaciones. Y, como en el caso de las rifas en las que hemos comprado todos los números, siempre sacamos premio. Porque resulta bastante improbable hacer una ecografía acuciosa a una familia cualquiera y no hallar ni el menor atisbo de una dificultad, de un conflicto o de un desajuste. Luego, esa será la falla señalada como causa del problema.

Pero, ¿qué ocurriría si colocamos de pronto el foco de nuestra atención en la vida familiar de los otros niños, de aquellos que no presentan ningún comportamiento “desadaptado” a las reglas de la escuela?. Para sorpresa de muchos, encontraríamos un panorama no muy distinto del observado en la otra orilla.

Es decir, familias con problemas. Padres con dificultades en la comunicación con sus hijos o en la administración equitativa de sus afectos, rivalidades entre hermanos, también hijos últimos o únicos o que viven solos con la madre, etc.etc.etc. Terca­mente, la enorme diversidad familiar existente en el país aparece y reaparece como telón de fondo de todos, absolutamente de todos los comportamientos humanos.

Como la observación de estos otros alumnos no se realiza -para qué indagar a los que no dan problemas- construimos, contrariamente, una hermosa suposición sobre su vida familiar, reforzada con énfasis cada vez que algún dato casual confirma nuestra profecía: los niños de buena conducta provienen de familias felices.

Digámoslo de otro modo. Un niño que se porta correctamente y saca buenas notas en los exámenes, es porque tiene un padre y una madre que no se ausentan de casa, que se preocupan por él y le dedican tiempo, que no lo presionan ni le crean problemas en función del humor que tengan en cada momento, que no demuestran preferencias por ninguno de sus hermanos, que jamás discuten delante suyo, que le conversan constantemente, que lo acompañan y estimulan en su tareas escolares, que le dan afecto en la dosis justa para que no se engría ni se sienta solo, que lo crían en perfecta coordinación de criterios, sin contradicción ni ambigüedad alguna. Es decir, es un niño que pertenece a una familia feliz. Integrada, armónica y bien constituida.

Naturalmente, cuando aparecen niños que logran buen rendimiento o buena conducta pese a pro­venir de hogares muy pobres, conflictivos, violentos o «desin­te­gra­dos», nos apresuramos a calificar el hecho de excepcional. O cuando censu­ra­mos con sorpresa la conducta conflicti­va de alumnos surgidos de fami­lias económicamente es­ta­bles, considera­das además modelos de virtud y de colaboración.

En realidad, aunque a muchos les suene extraño, nadie ha podido probar hasta la fecha que esta clase de familias pa­ra­digmáticas realmente exista o haya existido alguna vez, al menos entre las sociedades humanas conocidas de este planeta.

Ciertamente, existen familias menos conflictivas y más estables que otras, existen familias con mejor niveles de comunicación y de trato hacia los niños que otras. Pero lo que no existen son familias exentas de problemas. Y a los maestros nos basta uno, apenas uno, para confirmar nuestras previas sospechas: ¡ajá!, he ahí la causa de su desadaptación a la escuela.

Lo grave es que tampoco se ha podido demostrar que a un determinado tipo de familia -nuclear, extendida, incompleta, reunida, con hijo único, con numerosos hijos, etc- le corresponde necesariamente una misma cultura familiar e hijos con un mismo tipo de personalidad: difíciles, conflictivos, demandantes, engreídos, díscolos
[iv]...

De ser así, el sólo hecho de pertenecer a una determinada categoría familiar considerada «negativa» o fuera de lo normal representaría una suerte de condena, de estigma, de mal­di­ción, una determinación inevitable sobre la forma de ser y de actuar de sus hijos.

Creer que es así es esperar que ocurra así. Y los hechos pueden confirmar nuestro pronóstico. Estaríamos ingresando de ese modo al círculo fatal de la profecía autocumplida. Porque de una manera u otra vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para desafiarlos a comportarse de la única forma que en el fondo consideramos posible para ese niño.

¿Influyen o no influyen los problemas familiares?

Nadie en su sano juicio podría negar, sin embargo, que todo problema en la relación con los padres, hermanos y demás parientes va a influir siempre en el ánimo y la conducta del niño o de cualquier otro miembro de la familia. Pe­ro no está probado que un determinado tipo de familia e inclu­so que una determinada limita­ción de carácter fisiológico o neuro­lógico, determine en las personas -de manera mecá­ni­ca y necesaria- un determinado modo de ser.

No es científica, pues, la afirmación de que exis­ten clases de familias a las que corresponden ciertos tipos de niño. Las personas no somos fabricadas en serie, aún cuan­do provenga­mos, como es el caso de los hermanos, exactamente de la misma historia y expe­rien­cia familiar.

Son innumerables los casos -aunque nuestra memoria interesada no los registre en la libreta principal- de niños o adolescentes que persisten en sus «comportamientos inadecuados» dentro del espacio escolar, a pesar de haberse corregido en sus familias, con la mejor buena voluntad de sus padres, aquellos problemas señalados como su causa.

Cuando eso ha ocurrido, nuestros cañones han dirigido esta vez su puntería hacia el alumno, explicando la persistencia del conflicto en razón de un simple problema de mala voluntad. “No le da la gana a este muchacho”. “Son puras ganas de fregar”.

L.E. era una niña de 5 años que, repentinamente, empezó a negarse a tras­pasar la puerta de su nido. Curiosamente, los primeros meses del año había concurrido con entusiasmo. La psicóloga escolar citó a los padres. Mediante acucioso interrogatorio se esforzó por detectar algún problema en la vida familiar. Le costó trabajo. No parecían haber demasiados. Hasta que al fin halló uno: la niña se pasaba en la noche a la cama de sus padres.

Siguiendo estrictas recomendaciones, a partir de ese día se lo empezaron a impedir. Pasaron semanas y meses, sin embargo, y el problema persistía. Pero un buen día, la niña se animó a hablar: a mitad de año había ingresado un alumno nuevo al salón, quien empezó a capturar de pronto las preferencias de la maestra. La niña simplemente no quería volver a ver a quien ya no daba señales de seguir queriendo a todos por igual.

La corrección de ciertas cuestiones familiares mencionadas arbitrariamente como el origen de rebeldías, timideces, agresiones o exasperantes pasividades, obviamente, no producirá las soluciones anheladas en el aula. Más aún cuando la propia experiencia docente, aquí y en otras latitudes del mundo, demuestra que los alum­nos pueden aprender a con­vivir y a tener éxito aca­dé­mi­co, aún a pesar de afrontar crónicos e irresolubles problemas en la familia.

Porque esta es la inevitable condición del trabajo docente. Vivimos en un país donde las familias que padecen carencias básicas, incompletas o en crisis, constituyen legión. Y en donde no existe una sola familia que no se sienta afectada, de una u otra manera, por las limitaciones que impone un país con graves problemas de recesión y desempleo.

De acuerdo al último censo nacional, el 42% de hogares peruanos, cerca de 2 millones de fa­mi­lias, está viviendo en situación de pobreza, es decir, no puede cubrir las necesidades de alimen­tación o servicios básicos de sus miembros. Y cerca del 20%, unos 800 mil, tienen a una mujer como jefe de hogar, teniendo 350 mil de ellas la condición de separadas o divorciadas (33%) y solteras (12%). Si sumamos a estos datos la evidencia de que 59 de cada 100 niños en edad escolar viven en situación de pobreza, tendremos un dibujo más claro del escenario en que un maestro peruano debe cumplir su misión
[v].

Si pensamos que estas características, entre otras ya mencionadas, son causa de comportamientos inadecuados en la escuela, ¿tendremos que devolver a los niños a sus casas hasta que sus padres corrijan su condición estructural, mejoren sus ingresos para recuperar la serenidad perdida, se reconcilien con su perdido cónyuge o alejen a sus hijos de la nefasta influencia de sus engreidores abuelos?. ¿Tendre­mos que resignarnos a ofrecerles una educación y un trato de segunda categoría, esgrimiendo el argumento de sus limitaciones sociales y familiares?. ¿Es acaso imposible esperar una perfomance exitosa de la mayoría de los niños peruanos en su vida escolar, hasta que corrijamos como país nuestros viejos y terribles males históricos?.

El viejo cuento de arreglar la familia para corregir al niño

Pero ocurre que tampoco es cierto que las familias puedan corregir sus problemas a petición de parte. Aunque la inmensa mayoría de maestros, alentados con las invencibles nociones aportadas por la psicología escolar, insista en creer que sí.

El problema es serio. Honestamente convencidos de que la supues­ta raíz de la indisciplina o la medianía de sus alumnos es la familia, muchos maestros han hecho del cambio familiar una suerte de cruzada. Y han iniciado una siste­mática presión, abierta o sutil, sobre los padres para que acepten su culpa, corrijan sus defectos y cumplan con su deber, para que su hijo, en lógica consecuencia mejore en la escuela. Esta antigua creencia, sin embargo, se ha revelado también y hasta el cansancio como un mito.

Los propios terapeutas de familia, profesionalmente adiestrados en el arte de influir sobre ella, han podido comprobar cómo es verdad que las familias en general tienden a resistir de manera abierta o sutil toda presión externa que perturbe su manera de funcionar. Aún incluso cuando solicitan expresamente ayuda terapéutica para cambiar.

Las estrategias empleadas por los maestros en su relación con los padres de sus alumnos han tenido desde siempre un carácter mora­lista y culpabilizador; lo que ha hecho aún más difícil sus esfuerzos por rom­per las resistencias y estimular los cambios anhelados, en la gran ma­yo­ría de los casos. Más aún cuando las familias se han cansado de insinuar que jamás nos solicitaron intervención alguna para resolver sus conflictos; o no han mostrado el menor apuro ni interés por cuestionar sus estilos de vida. Cualquier recuento estadís­ti­co revelaría porcen­ta­jes de logro bastante exiguos en esta suerte de campaña incesante con­tra las familias supuestamente anormales.

Pero no terminamos de ren­dirnos ante la evidencia. Y seguimos alimentando fanta­sías de influencia exitosa, completa y rápi­da, confiados únicamente en nuestra buena voluntad y en la supuesta invencibilidad de los principios morales que nos animan.

Valdría la pena que los maestros y los psicólogos escolares echáramos un vistazo a los resultados logrados en el campo de la psico­te­rapia familiar. La propia expe­rien­cia clínica de los terapeutas adscritos a las corrientes más avanzadas de esta rama especializada de la psicología moderna, demuestra contundentemente que las familias no llegan a solucionar sus pro­blemas como efecto mágico de nuestra intervención
[vi].

Las familias resuelven sus pro­blemas -cuando los llegan a resolver- porque ellas lo quieren, hasta el grado que ellas lo permiten y, sobre todo, en el momento que pueden. No en los plazos que «deben» según nosotros, ilusionados en que el bajo rendimiento o la indisciplina del aula se arreglarán tan pronto como estén resueltos los conflictos en casa.

La solución de los problemas familiares tiene su espacio y su tiempo. Está en íntima relación con las posibilidades y límites de sus miembros, con la flexibilidad o rigidez de sus creen­cias, con las oportunida­des y riesgos que sienten tener para tomar de­cisiones. La tal solución pue­de demorar dema­siado. Puede adoptar las formas más inesperadas. O pue­de no llegar jamás. Hay familias que son enterra­das con sus resenti­mien­tos. Hay otras que los he­re­dan y que, lejos de resolverlos, los vuelven a legar
[vii].

Esto no quiere decir que no haya que ensayar algunas estrategias de influencia, allí cuan­do sentimos la necesidad de hacerlo en mérito al bie­nestar de nuestros alumnos. Tampoco quiere decir que el éxito nos esté vedado, sobre todo si hay receptividad y expectativa de parte de los padres y si sabemos elegir la estrategia más atinada para intervenir. Quiere decir, simplemente, que, dada la complejidad de las situaciones en las familias y lo impredecible de sus ritmos de cambio, cualquier modificación que consideremos necesario promover en este espacio, no puede seguir siendo vista como condición sin la cual no se alcanzaría modificación alguna dentro el espacio escolar.

Aprendiendo a mirar ­nuestro propio quehacer

Me permito sostener, con todas las modestias del caso, que la experiencia familiar de los alumnos, a pesar de afectar de manera insoslayable -en un sentido o en otro- su ánimo o la imagen que tienen de sí mismos, no constituye una influencia tan determinante como han creído desde siempre los padres de los padres de nuestros abue­los. O determinadas corrientes de la psicología clínica tradicional. Sin embargo, los conflictos y los fracasos existen. ¿Qué es entonces lo decisivo en el rendimiento y en la conducta del niño al interior de la escuela?.

Veintisiete niños de 6 años de un jardín estatal del sur andino peruano, estaban recibiendo de su maestra una hojita de papel, en la que ella había previamente dibujado la silueta de una manzana. La tarea: pintarla de rojo, sin salirse de la línea. A.H, de pronto, se puso de pié y partiendo la hojita en dos gritó a sus compañeros: «ya estoy harto de hacer estas cochinadas; vámonos mejor a jugar al patio». Dos niños de su mesa lo imitaron y, luego, el resto del salón. La maestra, recuperada de su asombro, fue a visitar a los padres de estos tres niños para investigar, por supuesto, qué problemas tenían en casa. Y regresó feliz con su hallazgo: ¡los tres eran hijos últimos!. Un «típico caso de sobreprotección»...

Los niños de esta historia estaban hartos de su maestra y de sus tediosas clases. Al romper la hoja de papel delante suyo, se lo estaban comunicando de manera transparente. Pero, por la dudas, se permitieron hacer aún más claro el mensaje, expresándoselo con palabras. Nada de eso fue suficiente para la maestra. Ella estaba empecinada en señalar a sus familias como las culpables del hecho.

Del mismo modo, la respuesta a la pregunta, ¿qué origina la indisciplina en las escuelas? ha estado delante de nuestras narices toda la vida. Pero hemos estado espectacularmente incapacitados para reconocerla. Una maestra de primaria con quince años de servicio, luego de escucharme en una conferencia reciente sobre disciplina escolar, se acercó desconcertada para hacerme la pregunta de su vida: «¿quiere decir entonces que en todos estos años, la que puede haber estado fallando soy yo?».

Mirar nuestro propio quehacer como el principal factor de los conflictos en el aula, nos resulta insólito, impensable, ocioso. Nos parece tan obvio que los problemas nacen en la familia o en las simples ganas del niño, que cualquier otra consideración, aún reconociéndose eventualmente como válida, pasa automáticamente a un segundo plano.

Y sin embargo, está demostrado por la biología el poder decisivo que tienen las interacciones entre un organismo vivo y su medio en la generación de los cambios que se producen en su propia estructura
[viii]. En un contexto escolar, las interacciones que se producen entre los diversos actores y la tarea común que define su identidad se llaman comunicación[ix]. Y ese el principal factor explicativo de todo comportamiento que acontece allí adentro.

1. LA INTERACCIÓN CON LA TAREA DE APRENDER. Empecemos por lo primero. Las actividades de aprendizaje -sentido y misión de la institución escolar y de la presencia misma de alumnos y maestros dentro de aquel espacio llamado aula- son usualmente mo­nó­to­nas, rutinarias, compulsivamente sobredemandantes, desprendidas de una currícula caren­te de utilidad práctica, de pertinencia cultural y de sentido histórico.

Es el carácter de esta tarea el que define en el aula re­la­ciones humanas marcadas constantemente por una emoción de aburrimiento, angustia o rabia en todos los actores de este drama. Estas emociones provocan crisis reiteradas, disparando en alumnos y maestros conductas de rechazo, evitación y huida. A los chicos no les gusta. A los docentes tampoco. Pero estamos tan acostumbrados a negarnos, que cuando el alumno A.P. demuestra una actitud más saludable y prefiere conversar sobre los hechos de su vida cotidiana, la maestra no oculta su sorpresa. No concibe un niño que no desee aburrirse como sus demás compañeros, en nombre del deber.

2. LA INTERACCIÓN CON LA PERSONA DEL MAESTRO. En segundo lugar, las relaciones que establecemos los maestros con los alumnos suele ser casi por definición una relación de subordinación. Uno es el que manda, los otros son los que obedecen. Uno es el que sabe, los otros son los que no saben. Uno es el que toma las decisiones, los otros son los que las acatan. Más aún, asumimos que el control del movimiento y la comunicación de los alumnos -dos impulsos vitales de primer orden en este período de la vida- como prerequisito para cumplir nuestra misión en las aulas. Todos quietos. Todos callados.

Claro está, ejercer de este modo nuestro rol implica un trato hacia el alumno inevitablemente rígido, distante, represivo, basado en la desconfianza, con diferencia de grados y matices, pero básicamente directivo y controlador. Y demás está decir que un trato de esta calidad, cuando no genera sumisiones exasperantes o depresiones crónicas, provoca rebeldías y resentimientos. Convierte el aula en una gigantesca olla de presión. Naturalmente, cuando estalle, reaccionaremos con asombro y extrañeza, y acudiremos presurosos al psicólogo escolar -si es que hay- para que investigue a la familia de los sospechosos.

3. LAS INTERACCIONES ENTRE LOS PROPIOS ALUMNOS. En tercer lugar, las relaciones que se establecen entre los mismos alumnos, sean niños o adolescentes, pueden estar marcadas o afectadas por la rivalidad, la hostilidad y el recelo. ¿Dónde se aprende a ser amigo?. ¿Quién propone a los muchachos en el aula un modelo de relación humana basado en el respeto, la confianza y la solidaridad?. El tema no forma parte de los planes y programas oficiales. Luego, no es tarea del profesor. A menos, por supuesto, que se estén matando, o que los líos lleguen a interferir con las clases. Recién entonces, intervenimos.

Pero un grupo humano compuesto por personas tan diver­sas, que comparte una tarea común a lo largo de un largo perío­do y conviviendo en el mismo espacio físico, o aprende a llevarse bien desde el primer momento... o sálvese quien pueda. Todos hemos leído el relato de César Vallejo sobre Paco Yunque. Todos hemos vivido la ex­pe­riencia de ser alumnos. Sabemos entonces que muchas transgresiones a las reglas escolares tienen su origen en la infinidad de conflictos que se viven a espaldas del maestro, en el espacio cotidiano de la interacción grupal.

En mi experiencia, estos son los tres componentes de las interacciones que habitualmente se producen en un aula de clases y son las que pueden convertirse en una fuente constante de problemas, es decir, en factores de indisciplina y en obstáculos directos al aprendizaje
[x].

Ensayando ver más allá de lo evidente

Introducir estas nuevas hipótesis en mi repertorio mental a la hora que enfrento un conflicto o una frustración en el ejercicio de mi rol, resulta sumamente útil porque me permite ampliar mis posibilidades de comprensión de los problemas.

Así, un niño que pega a sus compañeros ante la mirada com­placiente de varios miembros del grupo, ya no será el niño engreído por su mamá que cree que puede hacer en la escuela todo lo que le permiten en casa. Ahora puede ser visto como síntoma de un grupo poco cohesionado, subordinado a la autoridad hasta la parálisis, aún en situa­ciones de riesgo flagrante como la agresión de un tercero, incapaz de reaccionar con autonomía ante el peligro.

Un panorama así, más que expresión de problemas en el hogar podrá ser reconocido ahora como un indicador inequívoco del fracaso del maestro en la tarea de integración grupal, de fomento de la autonomía y de promoción de una conciencia básica de sus derechos como personas.

Del mismo modo, ya no creeremos que una niña que se resista a regresar al aula después del recreo y grite para irse a su casa, lo haga porque tenga padrastro y porque sea hija única de madre divorciada. Ahora podremos imaginar que su conducta no es sino la huida desesperada de alguien que no encontró adentro nada que la convoque, la involucre, que cautive su interés y la comprometa emocionalmente. Y esa será también nuestra responsabilidad. La de construir un clima de acogida y la de proponer actividades que entusiasmen a los niños.

Observar con curiosidad y escuchar con atención los deseos y sentimientos que las conductas de nuestros niños nos expresan en su dinámica presente: esa habrá de ser la única pista que nos permita entender y resolver con pertinencia aquellos comportamientos que nos pertur­ban en el aula, antes de apresurarnos en calificarlos como malos.

Porque es la que nos va a dar la información que necesitamos respecto a cómo están siendo percibidas las interacciones que acontecen en el aula y qué impacto están teniendo, por acción u omisión, en las emociones y en las conductas de los niños. Por lo mismo, es la información que nos va a permitir hacer cambios en el contexto y en el modo de relacionarnos todos los que formamos parte de él, incluyéndonos a nosotros.

REFLEXIONES FINALES

Si el lector que ha llegado hasta aquí acepta mis argumentos para desmitificar la creencia de que es la familia la que obstaculiza y perjudica el proceso de los alumnos y la labor del docente, convendrá conmigo en que quedan aún por resolver otras dos cuestiones esenciales: ¿cuál es entonces el rol que podemos proponer a las familias respecto a la educación de sus hijos y, específicamente, a su vida escolar?, y, ¿cómo construir consensos sólidos y efectivos en esa dirección?.

La respuesta a ambas preguntas, sin embargo, son materia de otro artículo. Baste por ahora empezar a ensayar una nueva forma de mirar nuestro papel como educadores, asumiendo el desafío del éxito en base a nuestras propias capacidades y no a lo que otros puedan o quieran hacer por nosotros. Pero asumiéndolo también con capacidad reflexiva y autocrítica, con disposición para afrontar con habilidad cualquier circunstancia adversa y renunciando a apelar a las inevitables crisis y conflictos familiares como una suerte de coartada.

Baste también ensayar una manera de relacionarnos con los padres ajena a toda pretensión culpabilizadora, centrada en la desaprobación y la exigencia, sorda a la visión que legítimamente poseen y comunican respecto de su propio rol. Convencidos que podremos influir sobre ellos con mayores probabilidades de éxito, si nosotros mismos nos mostramos auténticamente receptivos y permeables a sus preocupaciones, expectativas y angustias, aunque no siempre coincidamos en particulares puntos de vista. Y, sobre todo, si separamos los problemas que los alumnos enfrentan en el seno del hogar de aquellos que nosotros deberemos resolver por nuestra cuenta en el espacio del aula.

Aunque cueste trabajo aceptarlo, no es por la vía de la vieja demanda de cooperación que lograremos un sólido vínculo familia-escuela en beneficio de los niños. El rol de los padres es ser padres de sus hijos y ofrecerles en casa experiencias de encuentro y de comunicación de un signo distinto al académico. Más que colaborar con la tarea del docente, las familias deben ser complementarias con la escuela en la educación de los niños.

Esto nos exige a los educadores -entre muchas otras cosas- dejar de invadir el espacio familiar con tareas y responsabilidades que corresponden al ámbito estrictamente escolar; y convencernos más bien de la necesidad de abrir en el hogar oportunidades diferentes, caracterizadas por la gratuidad y el disfrute más que por la obligación. Y que permitan a los niños aprender a sentirse bien consigo mismos y con el grupo de gente que les ama.

Si para hacerlo tenemos que hacer reingeniería a una cierta personalidad profesional, cultivada de buena fe durante años, en buena hora. Pero hágalo sin angustias y sin prisas. La serenidad y la humildad, más que la desesperación por hacer todo distinto de una sola vez, es la que habrá de quebrar el espinazo -como demandaba Gabriel García Márquez- de esa vieja educación conformista, «concebida para que los niños se adapten a la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner al país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan»
[xi].


NOTAS

[ii] Desde el punto de vista epistemológico, Rupert Riedl seña­la lo siguiente: «Desde la época del escocés David Hume deberíamos haber adoptado el punto de vista de que ese por qué con el que queremos fundamentar una supuesta causa, no puede fundamentarse él mismo» (Rupert Riedl, Las consecuencias del pen­samiento radical; en “La Realidad inventada:, Paul Watz­la­wick y otros, Gedisa Editorial, Barcelona 1990, p.64). Desde el punto de vista de la comunicación humana, Watzlawick sostiene que la “falta de experiencias directamente aprovechables y la consiguiente incapacidad de abarcar a primera vista la naturaleza de la situación...lleva a todos los seres animados a aquella búsqueda inmediata de orden y clarificación... Dicho en otras palabras, el organismo en cuestión cree que hay una relación inmediata y perceptible... entre su comportamiento y los resultados que se siguen, cuando en realidad no existe tal relación” (P.Watzlawick, ¿Es real la realidad?, Editorial Herder, Barcelona 1986, pp.60-61).

[iii] Nuestro problema se complica aún más si tenemos en cuenta que la ciencia mo­derna, desde el descubri­miento de la cibernética, abandonó su antigua adhesión al paradigma aristotélico de la causalidad mecánica, unilineal y determinista. «La concepción científica de la realidad que emergió en el siglo XVII es en buena medida la responsable de nuestro idilio con la causalidad» (Lynn Segal, Soñar la realidad: el constructivismo de Heinz Von Foerster, Ediciones Paidós, B.Aires 1994, p.37). Desde el enfoque aportado por la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, hoy se acepta que tanto en el mundo natural como en mundo social, los aconte­ci­mien­tos se producen en res­pues­ta a un sistema interrelacionado de factores que se retroalimentan entre sí y no por el mágico poder de uno solo. La búsqueda de las causas últimas, sin embargo, ha llevado a mu­chos maestros y psicólogos a una estigmatización de la familia.

[iv] J.L. Encinas sostiene, citando a Coleman, que a pesar de “la gran cantidad de investigaciones sobre el tema, se carece de una información consistente sobre los efectos a largo plazo de las experiencias (familiares) tempranas”. Afirma además, desde su larga experiencia clínica como terapeuta familiar, que las familias -en su frondosa diversidad- han dado cuenta “de su capacidad de producir para cada modelo sus propias ventajas, rayas y rajaduras. Nada parece indicar que se ha logrado la versión perfecta” (José L. Encinas, Prohibido Pegar, AYNI-RADA BARNEN, Lima 1994, pp.55, 59).

[v] A estas alturas de la historia nacional, pareciera que algunos de nosotros seguimos esperando que nos arreglen el país para poder recién hacernos responsables de educar a los niños peruanos con algunas posibilidades de éxito. Pero nuestro país no es Suecia, Canadá ni Holanda. Muchos problemas que allí ya están resueltos hace décadas, aquí no verán solución en muchos años más. Salvo que emigremos a países del primer mundo, este es el contexto en que tenemos que ejercer la docencia, asumiendo allí el desafío del éxito profesional. Les ruego que revisen: Retrato de la Familia Peruana: niveles de vida 1994, Instituto Cuánto-UNICEF, Lima 1995; y el Estado de la Niñez, la adolescencia y la mujer en el Perú 1995, UNICEF-INEI, Lima 1995.

[vi] Ema Genijovich, terapista argentina de familia, con 20 años de experiencia clínica, sostuvo en conferencia reciente dictada en Lima, que el psicólogo debía aprender a valorar su rol con más humildad, pues era en la propia familia más que en la supuesta omnipotencia del terapeuta donde se encontraban las claves del cambio. Si así se autoperciben los profesionales entrenados en el arte de provocar cambios en la familia, ¿podemos aspirar a más los docentes?. Y si ni ellos ni nosotros poseemos tanto poder de influencia como habíamos creído, ¿consagraremos el desahucio pedagógico de los niños con problemas en la familia?.

[vii] Para Dugui, Macher, Mendoza y Nuñez, existen familias adaptativas o funcionales que “tienen límites bastante definidos y jerarquías netas y son capaces de establecer relaciones adecuadas con otros subsistemas de su entorno”; pero existen también familias inadaptativas o disfuncionales, en las que “límites y jerarquías se hallan pobremente definidos... se repliegan excesivamente sobre sí mismas, aglutinando a sus miembros y trabando su acceso a la autonomía”. Estos mismos psiquiatras recomiendan que “la evaluación de cualquier familia debe tener en cuenta el marco socio-cultural y el momento del ciclo vital en que se encuentre”; enfatizando que no “pueden ser entendidas plenamente por el simple proceso de comprensión de cada una de sus partes” (Pilar Dugui y otros, Salud Mental, Infancia y Familia, UNICEF-IEP, Lima 1995; pp.29-30, 41).

[viii] Siguiendo a Maturana, sostenemos que todos los seres vivos nos auto-determinamos en función al contexto concreto en que interactuamos (Ver Humberto Maturana y Francisco Varela, El Arbol de Conocimiento: las bases biológicas del entendimiento humano. Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1981). Quien decide qué conducta adopta frente a sus compa­ñeros, frente al profesor y frente a la tarea académica, es el pro­pio niño y no sus fantasmas familiares. Lo decide en res­pues­ta a las características concretas de las interacciones comunicativas que se producen en el aula y del significado que tienen para él, más allá de las circunstancias que haya vivido o esté viviendo en su familia. Según como estén configura­das las relaciones en ese es­pacio, el niño adapta­rá un determinado comportamiento, que no será el mismo que asuma en el contexto de su casa. El niño que pega de manera constante en el aula, lo hace porque puede pegar, es decir, porque el gru­po -y nuestro propio estilo de conducción grupal- ofrece condiciones favorables para eso. Ubicado en otro contexto escolar, con mayor capacidad de reacción que el de su aula de clases, ese niño podría pasar fácilmente de pegador a pegado... pese a conservar la misma caracte­rís­tica familiar.

[ix] En los círculos de educadores chilenos, este enfoque ha ganado mucho consenso. Se puede revisar a Cardemil y Spínola en Detrás del Pizarrón: guía para la revisión de la práctica docente, Ediciones CIDE, Santiago de Chile 1987. Me baso así mismo en la sistematización de los aportes de Bateson en el campo de la comunicación realizada por Watzlawick, Bavelas y Jakson, Teoría de la Comunicación Humana: interacciones, patologías y paradojas; Editorial Herder, Barcelona 1989.

[x] Desarrollo estos conceptos en “Aprendiendo a Convivir: estrategias para resolver problemas con los niños en la escuela y la familia” (UNICEF-IEP, 1995); y en un reciente trabajo: Resolviendo conflictos en el aula. Estrategias para solucionar problemas de disciplina escolar. UNICEF-Ministerio de Educación, Serie Para Discutir y Reflexionar # 3, Lima 1995. Sobre el valor de las interacciones como mediación decisiva para el logro de los aprendizajes básicos en cualquier experiencia curricular, véase el estupendo artículo de Danilo Ordóñez, “El cambio educacional en la tecnología educativa y el currículum”, en la Revista Educativa Loresa # 2, Nov.1996.

[xi] Gabriel García Márquez, Por un país al alcance de los niños (fragmento).

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